Una cuestión de discernimiento

 

 

No es bueno que el hombre esté solo[1]

El hombre es por naturaleza un ser cívico[2]

 

 

            El presente número versa sobre Dios en la ciudad. La ausencia de verbo en el título puede entenderse como indicio de una inmensa apertura: en la ciudad Dios vive, revela y perdona; enseña, sana y salva; llora y ríe, sufre y goza; nace, crece, muere y resucita.

“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). En Cristo Dios ha querido acampar en medio nuestro, comprometiendo su presencia. “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El desafío de siempre es reconocer y acoger esa presencia que por momentos asume la modalidad de incógnito.

“Queremos ver a Jesús”, le dijeron unos griegos al apóstol Felipe (Jn 12,21). Hoy, como entonces, sigue habiendo mucho deseo de Dios. Pero no resulta fácil verlo en la ciudad; al menos en primera instancia. Es preciso ejercitarse en el discernimiento, entendido como el arte de clarificar. Discernir supone una mirada penetrante, capaz de sortear las apariencias distinguiendo la verdad que anida en lo profundo. Esta lucidez se vuelve imprescindible en el vértigo urbano. Como cuando el anciano Simeón reconoció a Jesús en el Templo (Lc 2,25s). ¿Cómo hizo para ver al Mesías en ese recién nacido? También conocemos el caso contrario. Los discípulos que iban a Emaús estuvieron caminando largo rato junto a Jesús pero fueron incapaces de reconocerlo: sus ojos estaban “retenidos” (Lc 24,16).

El discernimiento ha de contar con la libertad soberana de Dios. En diálogo con Nicodemo Jesús sienta un principio fundamental: “El Espíritu (viento) sopla donde quiere. Tú oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3,8). Es preciso no encasillar a Dios, como si supiéramos al detalle su manera de actuar. Lo más sabio es permanecer expectantes, con los sentidos bien despiertos, a fin de descubrir al Señor que se hace presente incluso por caminos insospechados. La ciudad está llena de rincones secretos y pasajes olvidados, pero también de novedades provocativas. En cualquier lugar puede estar esperándonos Dios. “Examínenlo todo y quédense con lo bueno” (1 Tes 5,21).

Por otra parte, quien quiera reconocer a Dios en la ciudad deberá cultivar el sentido de la pedagogía. Se trata de valorar los procesos. Pues ir en busca de los frutos maduros no debería hacernos olvidar que todo empieza con una humilde semilla. Charles Péguy ha llamado la atención sobre este punto. Cuando uno ve un gran árbol, un roble varias veces centenario, suele quedar impactado por su altura, por su corteza rugosa y por sus brazos fornidos. Y parece que el brote insignificante a sus pies es un parásito. “Pero es lo contrario, es de él de donde todo procede. Sin un brote que apareció una vez, el árbol no existiría”.[3] La imagen se complementa bien con el anuncio del profeta Isaías. “Yo estoy por hacer algo nuevo. Ya está germinando: ¿no se dan cuenta?” (Is 43,19). A veces no nos damos cuenta porque estamos apurados, porque somos superficiales o porque buscamos la manifestación de Dios en su máximo esplendor. Pero a Él también le gusta la discreción.

“El no gritará, no levantará la voz ni la hará resonar por las calles.

No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha humeante” (Is 42,2-3).

Estos versos referidos al siervo de Yahvé tienen su peso. En primer lugar, porque retratan por anticipado a Jesús, quien se identificó expresamente con él. En segundo lugar, porque describen un modus operandi, o quizás mejor, un estilo. Dios no desprecia nada, por más achacado que esté. Él no quiere rematar sino salvar lo perdido. Esta perspectiva llena de misericordia es la que nos permite valorar lo hay que de bueno, verdadero y bello en tantas expresiones culturales que, a primera vista, parecen distar mucho del Evangelio. El Señor de la historia nos invita a contemplar el mundo con su paciencia y su sabiduría, confiando en la gracia del tiempo. “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo” (Mc 4,26-27).

Este estilo fue asumido por los Padres de la Iglesia en su tarea evangelizadora. Conscientes de la pedagogía divina, ellos dialogaron con la cultura procurando detectar luces en las que ya se anticipaba algo del misterio de Cristo. El ejemplo más conocido quizás sea el de san Justino, quien habló en este contexto de las “semillas del Verbo”. Junto a la revelación de Jesús, el Verbo hecho carne, existen otras presencias germinales, imperfectas pero no por ello despreciables. Esta comprensión amplia del obrar de Dios permitió una mirada benévola del paganismo, no ingenua pero sí dispuesta a resaltar las coincidencias por sobre las diferencias. En última instancia lo decisivo es la adhesión al Logos (verbo-razón). “Cuantos vivieron según la razón son cristianos, aunque hubieran sido considerados como ateos”.[4]

Esta doctrina forma parte del patrimonio cristiano. Por eso también la encontramos en santo Tomás: “Toda verdad, no importa quién la diga, procede del Espíritu Santo”.[5] También san Juan Pablo II volvió sobre esta perspectiva en orden a la nueva evangelización. “El Espíritu también esparce las semillas de la Palabra presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo”.[6] Este criterio es fundamental en el discernimiento cristiano, particularmente en las grandes ciudades donde el secularismo se hace fuerte. El gran error sería moverse como si Dios estuviera básicamente ausente del ámbito urbano, meramente replegado en los templos, cuando en realidad la tradición eclesial alienta a reconocer aquellas manifestaciones que, sin ser plenamente cristianas, resultan preparación al Evangelio.

También es cierto que el discernimiento del que hablamos requiere equilibrio: ni cerrazón ni sincretismo. Se trata de cultivar una identidad definida, no acartonada, en la que siga habiendo lugar para el exceso propio del misterio. Si el orden se vuelve demasiado humano ya no refleja la visión cristiana del mundo. Ésa parece ser la tentación de los fariseos, que no sienten la necesidad de discernir porque en cierto modo tienen todo bajo control. Ignoran que la realidad es más rica y compleja que nuestros esquemas. Por el contrario, quien vive según el Espíritu sabe que es imposible domesticar a Dios.

La ciudad es el escenario donde se gestan los cambios de paradigma. Y el discernimiento se vuelve esencial a fin de interpretar cuánto hay de Dios en esos cambios. También se trata de encontrar el modo de encauzar búsquedas, aciertos y desvíos. Para eso hacen falta santos que presten el servicio de una intuición espiritual certera. El conocimiento afectivo no exime de la reflexión pero suele anticipar senderos promisorios. Por eso, con Rahner, proponemos un cristianismo místico al que no le falte la experiencia de Jesús.[7]

Respecto de Jericó, san Lucas dice que “Jesús atravesaba la ciudad” (Lc 19,1). El verbo es sugestivo porque supone un adentrarse sin miramientos. Podemos entenderlo como un retrato de la encarnación: Jesús se mezcla con los hombres, se interna en nuestras cosas, va tan lejos como sea necesario sin perder nunca su identidad. También nosotros debemos asumir este compromiso. En cuanto cristianos estamos llamados a ser hijos de nuestras ciudades, conocedores de sus costumbres y sus dialectos, pero sintiendo siempre con Cristo (Flp 2,5).

El nosotros humano encuentra una concreción privilegiada en la ciudad. A través de mil y un detalles esa concreción acaba inclinando el plano hacia un modelo cívico hecho según Dios o contra Dios. Esta divergencia queda reflejada en la Biblia mediante los nombres prototípicos de Jerusalén y Babilonia. Mientras que la primera simboliza el culto a Dios (la ciudad santa), la segunda simboliza precisamente lo contrario: el olvido de Dios y la auto-referencialidad que llevan a la confusión (temporal) y la perdición (eterna). Por supuesto que la realidad es más compleja. El presente de Jerusalén dista mucho del ideal y la Biblia lo recuerda a cada paso. Como cuando Jesús se lamenta: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!” (Lc 13,37). Toda ciudad, como cualquier micro-cosmos, es una mezcla de trigo y cizaña (cf. Mt 13,24-30). No obstante, el contrapunto sirve como referencia perenne.

“Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma;

[1] Gn 2,18.

[2] Aristóteles, Política I,1253a.

[3] Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes, Madrid, Encuentro, 1993, 9.

[4] Justino, Apolog. I,46.

[5] Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II 109,1,obj1; cf. Ps.-Ambrosius, Super 1 Cor. XII 3 (PL 17,285C), literalmente en Petrus Lombardus, Glossa (PL 32,1651A).

[6] Juan Pablo II, Redemptoris missio 28.

[7] “El piadoso del mañana será un «místico», alguien que haya experimentado algo, o ya no lo será [Der Fromme von morgen wird ein «Mystiker» sein, einer, der etwas erfahren hat, oder er wird nicht mehr sein]”; K. Rahner, “Frömmigkeit früher und heute” en: Id, Schriften zür Theologie VII, Zürich, 1966, 22; K. Rahner, “Zur Theologie und Spiritualität der Pfarrseelsorge”, in: Id., Schriften zur Theologie, XIV, Zürich, 1980, 161.

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