Stefaan Van Calster*  

 

¿Los santos? Hay pocos y no se les presta mucha atención. ¿Por qué razón? Porque eran presentados como  perfectos y santos desde el seno maternal, como personajes distantes de lo humano, lejos de la vida cotidiana, para nada atrayentes y sobretodo inimitables.

El papa Juan Pablo II quiso cambiar las cosas. En el curso de su pontificado canonizó un número más grande de santos que todos sus predecesores en dos mil años. El papa Francisco sigue ahora los mismos pasos que Juan Pablo II en cuanto al número de canonizaciones y beatificaciones. Recientemente, el 12 de mayo del 2013, canonizó en Roma no menos de 800 hombres y mujeres en su mayoría mártires.

Pero un santo, ¿qué es? Y, ¿qué nos quieren enseñar los hombres y las mujeres proclamados santos por la Iglesia? ¿Son ellos como estrellas que  nos orientan a nosotros, cristianos,  para que lleguemos  sin dificultades al puerto de nuestro último destino?

 

Llamado a la santidad.

Cada cristiano está llamado a la santidad. Jesús dijo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Este es el fin de toda vida humana: ser santos. Pero ¿cómo lograrlo?, ¿qué ruta seguir para llegar a este fin? Los santos pueden servirnos de ejemplo ya que han recorrido ese camino. Podemos tomar sus vidas como modelo, y quizás sobretodo su manera de morir. Sí, ellos son como estrellas que nos indican qué camino seguir.

Algunas sugerencias.

Contemplemos para empezar al primer mártir Esteban. Fue lapidado y lo que sucedió es contado en los Hechos de los Apóstoles. Lo primero que nos conmueve en el relato de su martirio es la expresión: “Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios”(Hech.7,56). Estas palabras expresan claramente una doble confesión: Esteban cree en la resurrección, la ascensión de Jesús y en su glorificación junto al Padre. Al mismo tiempo expresa su propio y último destino: será juzgado por Jesús, el juez supremo a la derecha del Padre. Esteban tiene la certeza de su propia elevación. Tiene delante de sus ojos la destinación de su vida: ser acogido en la gloria junto al Padre celestial.

Esta firme convicción le da a Esteban la fuerza para sufrir serenamente el martirio que es para él el camino para la felicidad eterna. Los dolores del suplicio son breves y pasajeros, la felicidad del cielo junto al Señor no tiene fin.

Esteban puede entonces rezar también por sus verdugos, como lo hizo Jesús: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Hech.7,61). Esteban es muy superior a los malhechores: es capaz de perdonar. Como Jesús, que pronunció la misma plegaria desde lo alto de la cruz, el mártir Esteban implora la misericordia divina para sus asesinos. Es una directa aplicación de lo que Jesús pide a sus discípulos en el sermón de la montaña: si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale además la izquierda. Esta es la única manera de poner fin al círculo vicioso de la violencia y del mal,

Contemplemos ahora la vida del obispo Boleslas Slokans. Durante un año pudo ejercer su ministerio de obispo de la diócesis de Mohiliev y Minsk en Bielorrusia. Durante 17 años de prisión fue torturado a causa de su fe. En la Ljubljana de Moscú, se lo ató desnudo sobre una mesa para flagelarlo hasta que sangrara; se lo obligó a quedarse parado en una estrecha caja que no le permitía ningún movimiento mientras que un hilo de agua helada goteaba noche y día sobre su cabeza; durante semanas se lo obligó a quedarse acostado sobre su espalda, encadenado al suelo, bajo la luz enceguecedora de un reflector. Durante tres meses, encerrado y sin luz en la celda de los condenados a muerte, esperó su ejecución teniendo cómo única  referencia de la hora  del día, los pasos en la celda de los condenados a muerte que venían a buscar para ser fusilados.

Sin embargo, en todas estas pruebas su espíritu se mantuvo firme. No cesaba de meditar el camino de la cruz y los misterios del rosario. Un día, uno de los guardias sorprendido, viéndolo sonreír, le lanzó: “¿Realmente eres feliz?”. Y el obispo le respondió: “Si, soy feliz porque soy totalmente libre mientras que tú no”. Jamás se enojó con sus verdugos. Al contrario, rezaba por ellos. Son pobres diablos que no saben nada más. Solamente después de seis meses de cárcel pudo enviar  una carta a sus padres; en ella escribió:

Queridos padres:                                                                                                  Seguramente se habrán enterado por los diarios que he sido arrestado; finalmente, después de seis meses me es posible escribirles. Siempre me gustó predicar la palabra de nuestro Señor: “Ni uno de los  cabellos de vuestra cabeza caerá  sin que lo quiera la voluntad de Dios”. Ahora yo  tengo la  experiencia de que todo lo que Dios quiere o permite, colabora para nuestra salvación.  He recibido más gracias durante mis cinco años de prisión que en el curso de  los  últimos quince  años de mi vida. Esta prisión es el hecho más grande y más hermoso de mi vida interior aun cuando lamente no celebrar la misa. Queridos padres, rueguen por mí pero sin angustia y sin tristeza, Que vuestro corazón se abra al más grande amor. Estoy tan feliz porque ahora aprendí a amar a todos los hombres,  a todos, sin excepción, aun a aquellos que parecen no merecer ser amados. Ellos son los más infelices. Les pido por favor, no dejen entrar en vuestro corazón ningún sentimiento de venganza o de amargura. Si lo permitimos no seremos más cristianos sino fanáticos. Estoy condenado a tres años de prisión. Se los repito: oren. Que la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ustedes ahora y siempre.

Vuestro hijo, Boleslas Sloskans

Dos constantes marcan el relato de Esteban y del obispo Boleslas Sloskans. En primer lugar, los dos tienen una fuerte conciencia de la presencia del Señor vivo en sus vidas. En segundo lugar, los dos no cesan  de rezar por sus verdugos; los dos están dispuestos a  perdonar, una actitud inspirada por el mismo Jesús.

Aunque se trate de modalidades extremas de vida cristiana -los dos sufrirán el martirio- todo cristiano puede inspirarse  de la santidad en sus vidas. Efectivamente, todo hombre está llamado a la santidad. San Pablo dice a los primeros cristianos: “los santos”: “todos los que son bien amados de Dios” (Rom 1,7); y en otra carta: “Lo que Dios quiere es vuestra santificación (1Tes 4, 3). En el Nuevo Testamento, todo hombre que abre su corazón al Señor y acepta la salvación se llama santo.

Durante su visita pastoral a Venecia, el 8 de mayo del 2011, el papa Benedicto XVI pidió igualmente por una santidad “ordinaria” para todos los cristianos. “La santidad no quiere decir hacer cosas extraordinarias sino seguir cada día la voluntad de Dios”. Y cuando se le preguntaba a San Juan Berchmans lo que haría si se le dijera que moriría en una hora, él respondía lacónicamente: “Continuaría haciendo las cosas que hago”. Esta es la respuesta correcta: no hacer cosas extraordinarias sino, como decía Teresa de Lisieux: “cumplir las pequeñas cosas con grandeza”

Cada creyente está entonces llamado a la santidad que es el fin de toda vida humana. Todos sabemos  cuánto  necesita  la Iglesia de testigos creíbles del Evangelio siempre y en todo el mundo.

Pero aunque  todos están  llamados a ser santos, no todos son elevados a la “gloria de los altares”. Felizmente el número de santos sobrepasa ampliamente el de los santos beatificados o santificados por la Iglesia. Podemos preguntarnos por qué ciertas personas han tenido un impacto tan decisivo sobre los creyentes y sobre toda la Iglesia. Personalmente creo precisamente que estos santos son los que determinan la historia de la Iglesia-. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) dijo una vez: “Los santos son los primeros exégetas del Evangelio, incluso antes que los teólogos”. Los santos acogen con todo el corazón la Palabra de Dios, y esta palabra es capaz de esclarecer sus corazones de una manera extraordinaria. Por eso pueden inspirar a los teólogos. A través de su santa vida, señalan los grandes lineamientos de la espiritualidad, indicando hacia dónde se dirige la historia de la Iglesia y cuáles son los acentos que deben retenerse.

Hoy se habla del santo cura de Ars, pero ¿quién conoce el nombre de su obispo? Por todas partes en el mundo se conoce y se venera al padre flamenco Damián De Veuster; gracias a él, fue creado  un enorme movimiento de ayuda a los leprosos que lleva su nombre y se ha trasformado en  gran fuente de inspiración para muchas personas. Pero no me pregunten quién era en la época de Damián, arzobispo de Malinas  o el obispo de Honolulu.

A veces, santidad y carisma coinciden en una misma persona. Éste fue el caso del papa Juan Pablo II, elevado a la gloria de los altares (beatificación) por su sucesor Benedicto XVI, el 1° de mayo del 2011 en Roma. Fue entonces la primera vez en la historia de la Iglesia que un papa beatificara a su predecesor.

¿Por qué tantos santos?

A propósito del gran número de beatificaciones y canonizaciones efectuadas por el papa Juan Pablo II, algunos han hablado de “inflación de santos”. Es cierto que antes del pontificado de Juan Pablo II, las personas beatificadas y canonizadas eran en su gran mayoría, personas excepcionales: mártires, papas, obispos, fundadores de órdenes religiosas o de congregaciones, doctores de la Iglesia, ermitaños…En suma, personas muy lejanas a nosotros. ¿Será por esta razón que Santa Teresa de Lisieux fue tan popular? Era una chica ordinaria, con su carácter, sentimientos, sus imperfecciones. Alguien de este mundo que no vivía en olor de santidad desde su cuna.

El papa quiso simplificar las reglas para la beatificación y canonización para que otras categorías de personas pudieran acceder a ellas: madres de familia, obreros, simples curas y simples religiosas y religiosos, enfermos, niños….

Hombres y mujeres son beatificados y canonizados en primer lugar para servir de ejemplo en la Iglesia. El proceso de beatificación y canonización no apunta solamente a demostrar  que la persona en cuestión ha vivido como santo o santa. Se trata de poner en valor el carácter específico de la vocación cristiana, y de la manera en que esta persona vivió la imitación de Cristo en su propia vocación. Dicho de otro modo; el proceso de beatificación y de canonización debe demostrar el origen extraordinario de la vocación, de la espiritualidad y de la santidad de una persona.

Los creyentes pueden entonces imitarla. ¿Cómo ha vivido el Evangelio? Si ella ha podido vivirlo, ¿no lo podríamos también nosotros? Así razonaba el papa. Los santos son personas como todos,  que han cumplido  sin embargo de una manera heroica sus tareas de todos los días. Así la santidad a la que todo cristiano debe tender, se trasforma en un fin cercano. No se trata entonces de inflación sino de “democratización”: la santidad al alcance de  todo el mundo.

 

¿Qué es un santo?

Un santo es alguien que ha practicado las virtudes de manera heroica, alguien que vivió como justo y creyente. Por todo esto creemos que ocupa un lugar privilegiado al lado de Dios y puede interceder a favor de sus hermanos, los hombres. Es un intercesor, un abogado. Él no interviene directamente pero intercede para que Dios intervenga.

Está claro que la santidad no es un privilegio exclusivo de los canonizados. Podemos llamar santos a todos los muertos que están al lado de Dios y que pueden interceder por nosotros. Los santos elevados a la gloria de los altares son aquéllos cuya veneración, presentada al pueblo de Dios, ha sido oficialmente autorizada por Roma como resultado de un proceso de beatificación o de canonización.

En suma, se puede afirmar que el pueblo de Dios hace los santos. Esto ha ocurrido siempre así en la historia de la Iglesia. Los primeros cristianos iban a rezar sobre las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Al principio el culto de los fieles sólo correspondía a los mártires, quienes habían ofrecido sus vidas por la fe. Eran “los modelos” del compromiso y del testimonio cristianos hasta el derramamiento de su sangre.

Hoy, como en el pasado, la colaboración del pueblo de Dios al comienzo de un proceso de beatificación o de canonización es capital. El papa Benedicto XVI reforzó, por decirlo así, aún más la regla vigente. Estrechó notablemente el acceso a la beatificación, acentuando la reputación de santidad del candidato a la beatificación. Este acento siempre estuvo presente en el pontificado de Juan Pablo II pero hoy es aún mucho más considerado. La fama sanctitate debe ser evidente en el servidor de Dios para poder proponerlo en vista a un proceso de beatificación.

En el origen de la Iglesia, la canonización era propuesta por el obispo del lugar. El día del deceso o de la translatio corporis, la translación del cuerpo, el obispo presentaba la vida de la persona muerta. Si se trataba de un mártir, mencionaba las torturas que había sufrido. Luego, el obispo autorizaba  el culto que ya existía con una plegaria conclusiva. Siempre era determinante el culto en el seno del pueblo creyente. La tarea del obispo consistía por así decirlo en  encaminar bien  el proceso evitando todo exceso. Tempranamente, eran mencionados  en ocasión de su fiesta anual los casos de cumplimiento y los “milagros” atribuidos al santo.

Hoy se hace la distinción entre beatificación y canonización. ¿Cuál es la diferencia? Una persona beatificada ¿no es también santa? Hubo un tiempo en que la Iglesia mezclaba los términos beatus et sanctus. Los dos eran igualmente glorificados ante Dios, y los dos términos eran en consecuencia intercambiables, sinónimos. Se encuentran aún vestigios de esto en la liturgia. En el texto latino de la primera plegaria eucarística, por ejemplo: “comunicantes et memoriuam venerantes…et beatorum Apostolorum ac martyrum tuorum”. Y en el Confiteor se decía: “Beatae Mariae(…) beato Michaeli(…) beato Joanni Baptistae(…) sanctis Apostolos Petrum et Paulum(…)”.

En la actualidad el proceso de canonización se desarrolla en dos tiempos: hay primero un proceso de beatificación seguido luego de un proceso de canonización. Según la constitución apostólica Divinus perfectionis Magister, la distinción entre bienaventurado y santo señala el nivel de culto autorizado. Es el papa quien lo decide. En el caso de una beatificación el culto público es en la mayoría de los casos  autorizado para una limitada región: una diócesis, un país, una orden o una congregación. El bienaventurado Eduard Poppe, por ejemplo, es venerado en la diócesis de Gante en Bélgica pero no en  la provincia eclesiástica de los Países Bajos. Por el contrario en el caso de una canonización el culto no está más limitado, está autorizado para el mundo entero. Los “santos” pueden entonces ser públicamente venerados en todas partes  del mundo, los bienaventurados en cambio únicamente allí donde el magisterio supremo de la Iglesia lo permite. Esto no significa que los bienaventurados no sean ellos también  santos. La única diferencia concierne al culto público que queda limitado. Tanto los santos como los bienaventurados pueden ser elegidos como patrono o patrona de una iglesia o capilla.

Categoría de santos

El calendario litúrgico distingue cuatro categorías de santos: hay santos conmemorados por una solemnidad, otros por una fiesta; para otros el calendario prevé una memoria fija o facultativa. Los apóstoles Pedro y Pablo son así conmemorados el 29 de junio con una solemnidad con tres lecturas propias, el Gloria y el Credo. Para los evangelistas San Lucas  (18 de octubre) y San Mateo (21 de septiembre), el calendario prevé por el contrario sólo una fiesta con lecturas propias, el Gloria  sin el Credo. Santa Cecilia, virgen y mártir (22 de noviembre) tiene una simple memoria con ornamentos rojos, una colecta propia pero sin lecturas propias, sin Gloria y sin Credo. Existen también las memorias facultativas como la de San Nicolás, confesor, el 6 de diciembre.

Se hace también otra  distinción entre mártires y confesores. Para el proceso de beatificación esta distinción es muy importante porque en el caso de un mártir no es necesario un milagro sobre la intercesión del candidato; sólo se requiere la prueba de que fue muerto a causa de su fe.

El Martirologio Romano (Martyrologum Romanum), de donde frecuentemente las abadías y los conventos toman la lectura después de vísperas o las completas, comprende la lista de todos los santos y bienaventurados de la Iglesia Católica Romana con un  breve relato  de sus vidas.

Según la tradición cristiana el nuevo bautizado recibe un nombre nuevo. En general se le daba y se le da el nombre de un santo que se convierte en su patrono o patrona. En ciertos países la veneración del santo patrono llegaba tan lejos que no se festejaba el cumpleaños de la persona sino el día de la conmemoración de su santo patrono según la liturgia de la Iglesia. El nombre del santo patrono tiene una doble función. El santo es ante todo un modelo. Así como a los adolescentes de hoy les gusta decorar sus cuartos con fotos de sus ídolos, el santo patrono está allí para inspirar a la persona que lleva su nombre y que puede imitar. Los santos del calendario litúrgico tienen la misma función: ser un modelo para los cristianos de hoy. A lo largo de sus existencias han practicado las virtudes cristianas de una manera heroica y pueden por lo tanto tener la función de faro para todos aquellos que son llamados hoy  a vivir una vida cristiana. El creyente puede leer su propio ideal de vida en ellos, puede identificarse con su modo de vida.

El cristiano puede además invocar en su plegaria al santo que lleva su nombre, pedirle que ruegue por él, que presente sus intenciones ante Dios. En una palabra, el cristiano puede en todo momento implorar la intercesión de los santos.

Desde los primeros siglos, los santuarios también han recibido el nombre de un santo. Se comenzó por construir iglesias sobre la tumba de un mártir o de un santo, y esa iglesia era entonces consagrada a ese santo o mártir que se transformaba en su patrono o patrona. Son ejemplo de esto las basílicas de San Pedro y San pablo en Roma, construidas sobre las tumbas de estos apóstoles. Cuando una iglesia era consagrada  a uno de esos dos apóstoles en otro lugar, se trataba de conseguir una reliquia del santo que se encastraba en el altar. Así se estableció la costumbre de construir en cada iglesia un altar que contuviera las reliquias de un santo. Al principio, fueron elegidos sobretodo los apóstoles como patronos de los santuarios, pero después del Concilio de Éfeso en el año 431, que proclamó a la Virgen Madre de Dios, se consagró una iglesia a María en casi todas las ciudades de occidente.

Las ciudades también son frecuentemente consagradas al patrono de la iglesia principal.  Así, por ejemplo, San Pedro para Roma, San Nicolás para Amsterdam. Algunas ciudades o pueblos tienen como patrono a una santo ligado a su  territorio como San Bavon en  Gante, San Romualdo en Malinas, Santa Gudule en Bruselas…

Cuando en la Edad Media grupos de oficios se organizaban en corporaciones (guildas), ellos también elegían un santo patrono, preferentemente alguien con el mismo oficio.

De aquí provienen los patronos de los diferentes oficios. La Iglesia se conformó a esta costumbre medieval instituyendo la fiesta de San José obrero el primero de mayo. Patronos de oficios son entre otros San Eloy (agricultores, herreros), San Ambrosio de Milán (apicultores).

A veces hay vínculo entre la vida o las leyendas alrededor de la vida de un santo patrono. Santa Cecilia por ejemplo se transformó en la patrona de los músicos porque “en el momento en que resonaba la música nupcial, ella habría susurrado al oído de su futuro marido que quería permanecer virgen para Cristo”.

Finalmente, es fácil comprender la razón por la cual ciertos santos han sido particularmente solicitados en el caso de determinadas enfermedades. Con frecuencia la medicina era impotente y el enfermo no tenía otra salida que recurrir a la intervención de un santo con renombre de taumaturgo. San Blas por ejemplo era invocado especialmente para las enfermedades de la garganta. San José se convirtió en patrono de la buena muerte porque  murió con María y Jesús a su lado…

Hoy no ha desaparecido la práctica de confiar ciertos dominios de la vida al patronazgo de un santo. Santa Clara de Asís, por ejemplo, es la patrona de la televisión porque enferma, en su lecho pudo seguir en una visión la misa de gallo  que se celebraba a algunos kilómetros de distancia. Y San Isidoro de Sevilla fue recientemente proclamado patrono de internet porque en plena Edad Media fue el primero en componer una enciclopedia que reagrupaba prácticamente todo el saber de su tiempo.

 

Conclusión

Los santos son parecidos a las estrellas cuya luz puede orientarnos. Como los marinos  que en la antigüedad, en medio del oleaje, se confiaban a las estrellas para encontrar la dirección correcta hacia su puerto de destino. Así, el cristiano de hoy puede moldear su vida sobre la de los santos para arribar a su destino: el festín preparado por el Señor para sus fieles desde toda la eternidad.

                                                                    Tradujo Elena Moltrasio de Racedo

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 *De la edición neerlandesa de Communio

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