Que venga tu reino – Que se haga tu voluntad

 

Jesús abre su ministerio público anunciando el reino de Dios. Su misión es inseparable de este misterio que luego irá dando a conocer a través de diversas parábolas: campestres, domésticas, familiares, laborales, etc. Más que definir, Jesús transmite un estilo, una forma de pensar, sentir y obrar. El reino es una realidad dinámica, abierta, frente a la cual no caben lineamientos rígidos. Por eso lo esencial es asimilar criterios inspiradores que nos permitan responder evangélicamente más allá de las circunstancias.

Hablar de reino, quiérase o no, es hablar de poder. El reino implica soberanía. Proclamando el reino Jesús manifiesta que Dios es el Señor, el único Señor, el único que en verdad lleva las riendas de la historia. Pero Jesús no sólo anuncia sino que hace presente el reino de Dios. Él mismo es el reino, como dijo Orígenes. “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia la salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios»” (Is 52,7). El oráculo profético se hace realidad en Jesús, el hombre enteramente según Dios cuyo corazón late al unísono con el del Padre. Él es el Adán definitivo. Contemplarlo es admirar un nuevo orden, una nueva creación. Es el reinado del amor y de la paz, del servicio y del perdón. Es un poder respetuoso de la libertad, que no avasalla sino que pide permiso.

En el padrenuestro pedimos que ese reino venga. Si lo pedimos es porque todavía no está entre nosotros; al menos no tanto como sería de desear. Todos experimentamos la frialdad de un mundo que resiste a Dios. Para ello no hace falta ir muy lejos sino que basta con mirar el propio corazón. Pero hay algo más. Pedir la venida del reino implica reconocerlo como gracia. Debemos aguardarlo como don de lo alto. Esto no significa que no podamos ni debamos cooperar. Somos ciertamente responsables de que la presencia germinal del reino crezca cada día más. Y así ha de entenderse nuestra oración. No obstante, sigue en pie el hecho de que se trata de una realidad fundamentalmente teologal, un regalo de Dios, no una empresa meramente humana. Quizás la imagen más clara al respecto sea la del Apocalipsis, cuando presenta la consumación de la historia como el descenso de la nueva Jerusalén.

El reino de Dios es la realización de su voluntad. Ya en el Edén se quebró la confianza en el mandato divino y desde entonces no nos es fácil obedecer. La sospecha inoculada por la serpiente resulta un veneno difícil de superar. ¿Por qué su voluntad y no la mía? Incluso Jesús tuvo que aprender con lágrimas esa obediencia. En su caso no era falta de confianza sino rechazo a la muerte y sobre todo al pecado que debía cargar. El huerto es el escenario de esa lucha interior que se resuelve de cara al Padre. Su voluntad humana se expresa sin rodeos pero aceptando en último término la voluntad de Dios.

El padrenuestro nos propone reconocer el primado de Dios, quien no anula la responsabilidad del hombre sino todo lo contrario. Confiarse al Padre, a sus designios y a sus tiempos, es una tarea bien exigente. Porque nos asocia a un modo de amar donde no hay especulación: hasta el extremo. Sin embargo, es importante reconocer de dónde surge el ímpetu de semejante entrega. La oración filial es el secreto. Si lo es para Jesús cuánto más para nosotros. Esperamos que el presente número estimule en nuestros lectores esa oración, avivando el deseo de cooperar eficazmente en pos de un mundo según Dios, y por eso mismo más humano.

La gloria de Dios es el hombre viviente – San Ireneo

 

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