2016 JunioTiempo y escatología

Nostalgia de Dostoievski

Demonios, la belleza y el kairós

Marisa Mosto (UCA)

 

 

Si algo fascinante encarnan los personajes de las novelas de Dostoievski es la fuerza con que llegan en línea recta al corazón de sus lectores. ¿Quién sería capaz de no enternecerse hasta las lágrimas con la conversión de Stepán Trofimovich? ¿Qué lector no le regalaría años de vida para alargar la suya y dispusiera de ese modo de un poco más de tiempo para saborear sus tardías revelaciones? Y Kirillov: ¿a quién no se le paraliza el alma frente a su decisión inamovible de suicidarse? ¿Quién no ha creado el gesto en su fantasía de detener su mano, de suplicarle que no firme el manuscrito pues la rara nobleza de su espíritu se vería sepultada con él? Y antes de eso, cuando aún vivía y reflexionaba sobre tantas cosas: ¿Existe alguien a quien Kirillov no consiguiera hacerlo remover en su asiento de lectura, acomodarse, volver la página atrás y releer detalladamente sus confesiones para penetrar en su médula y lograr para sí algo de la luz que, sabemos, está iluminándolo?[1]

Recordemos algunas de esas confesiones. Nikolai Vsevolódovich Stavroguin[2] va a visitarlo a su casa, a una de esas miserables habitaciones en que viven la mayoría de los personajes de Demonios, en las que por toda riqueza se cuenta con un poco de té hirviendo y la presencia de algún icono. Nikolai Vsevolódovich, detestable por su soberbia que lo lleva a reírse del mundo y de sí mismo y ensucia toda belleza con su sarcasmo gélido, lo visita y lo encuentra jugando con una niña, haciéndola reír. Una niña que antes lloraba, ahora ríe gracias al juego de Kirillov. Pero al entrar Vsevolódovich en la habitación retorna el llanto y la anciana que la cuida se retira con ella:

 

         «- ¿Le gustan a usted los niños?

– Me gustan -asintió Kirillov, satisfecho, aunque por lo demás, con indiferencia.

         – ¿Eso quiere decir que ama también la vida?

         – Sí, amo la vida. ¿Y qué?

         – Como está decidido a pegarse un tiro…

– ¿Y eso qué? ¿Por qué mezclar ambas cosas? La vida es una cosa y eso es otra. La vida existe y la muerte no existe en absoluto.

         – ¿Es que cree usted en la otra vida eterna?

– No, no en la otra vida eterna, sino en esta de aquí, eterna. Hay minutos, tiene uno minutos en que de pronto, se detiene el tiempo y se hace eterno.

         – ¿Espera usted alcanzar tales minutos?

         – Sí.

– Eso apenas es posible en nuestro tiempo -dijo Nikolai Vsevolódovich, también sin la menor ironía, despacio y como pensativo- En el Apocalipsis jura el ángel que no habrá más tiempo.

– Lo sé así lo dice allí, con toda precisión y exactitud. Y cuando todo hombre haya alcanzado la dicha, entonces no habrá más tiempo, porque no será necesario. Es un pensamiento muy justo.

         – ¿Dónde lo esconderán entonces?

– En ninguna parte lo esconderán. El tiempo no es un objeto, sino una idea. Se extinguirá en la mente.

– Viejos tópicos filosóficos; los mismos desde el principio de los siglos -murmuró Stavroguin con cierta malhumorada tristeza.

– Unos y los mismos desde el principio de los tiempos y otros no habrá nunca -asintió Kirillov con centelleante mirada, cual si en aquella idea se encerrase una victoria.

         – Usted, según parece, es muy feliz, Kirillov.

– Sí, muy feliz -respondió éste, cual si expresase la contestación más vulgar.

– Pero no hace mucho se acaloró usted tanto… ¡Estaba usted tan disgustado […]!

– ¡Hum! … Yo ahora ya no riño. Yo entonces aún no sabía que era feliz. ¿Ha visto usted la hoja, la hoja del árbol?

         – La he visto

– Yo veía hace poco una amarilla, un poco verde; pero podrida por los bordes. El viento la había arrebatado. Cuando yo tenía diez años cerraba en invierno con toda intención los ojos y me imaginaba una hoja verde, de venas acusadas y el sol resplandecía. Abría los ojos y no creía, de bueno que era aquello y volvía a cerrarlos.

         – ¿Qué es eso? ¿Alguna alegoría?

         – No… ¿Por qué? Yo no expongo ninguna alegoría; no me refiero más que a la hoja. La hoja es bella. Todo es bello.

         – ¿Todo?

– Todo. El hombre es desdichado porque no sabe que es dichoso. Solamente por eso. Eso es todo, ¡todo! El que se da cuenta inmediatamente es feliz, en el mismo instante. (…)

         – ¿Cuando supo usted que era feliz?

– La semana pasada; el martes; no, el miércoles, porque era ya el miércoles, por la noche.

         – ¿Y cómo fue eso?

– No recuerdo. Yo estaba dando paseos por la sala… Todo da igual. Paré el reloj; eran las tres menos veintitrés minutos.

         – ¿En señal de que el tiempo ha de detenerse?

Kirillov guardó silencio.

-No son buenos -empezó de pronto, otra vez- , porque no saben que son buenos. (…) Es menester hacerles saber que son buenos y todos, inmediatamente, serán buenos, desde el primero al último.

         – ¿De modo que usted ha caído en la cuenta de que era bueno?

         – Soy bueno.

– En eso naturalmente, estoy de acuerdo con usted -murmuró Stavroguin, frunciendo el ceño.

         – El que enseñe a todos que son buenos pondrá fin al mundo.

         – Al que se lo enseñó lo crucificaron.

         -Él viene y su nombre será hombre-dios.

         – ¿Dios-hombre?

         – Hombre-dios, que ya hay una diferencia.

         – ¿Ha sido usted quien ha encendido la lámpara ante la imagen?

         – Sí yo la he encendido.

           – ¿Es usted creyente?

– A la vieja le gusta que la lámpara esté encendida… y hoy ella no ha tenido tiempo -balbució Kirillov.

         – ¿Y usted no reza todavía?

– Yo le rezo a todo. Mire usted: una araña va subiendo por la pared; yo la miro y le doy gracias por subir por la pared.

Sus ojos volvieron a rebrillar. Miraba a la cara de Stavroguin, con ojos firmes y fijos. Stavroguin frunció el ceño y le miró con disgusto; pero en sus ojos no había burla alguna.

– Apuesto algo a que cuando vuelva por aquí ya cree usted en Dios -dijo, levantándose y cogiendo el sombrero.

         – ¿Por qué? -inquirió Kirillov, levantándose también.

– Si usted se diera cuenta de que cree en Dios creería; pero como aún no se enteró de que cree en Dios, aún no cree -dijo Nikolai Vsevolódovich, riendo.

– No es así -replicó Kirillov, pensativo- Usted ha tergiversado mi idea. Ésa es una broma mundana. Recuerde usted lo que usted significa en mi vida, Stavroguin.»[3]

 

¿Qué significa todo esto? ¿Cual ha sido la visión de Kirillov? ¿Qué le hizo detener el reloj? ¿Por qué el diabólico Stavroguin intuye un carácter sacramental en la experiencia de Kirillov? ¿Qué secreto encierran la hoja, el sol que resplandece, la araña que trepa por la pared? ¿Qué los emparienta a esos minutos en los que el tiempo se detiene y se hace eterno?

Más adelante en la novela, es Kirillov mismo quien nos procura algunas respuestas. En otra ocasión se encuentra conversando con Schátov[4], cuya mujer está a punto de dar a luz. Schátov es en cierta medida un alma afín a la suya. Mucho más afín de lo que pudiera ser la de Stavroguin. Quizás sea por eso que Kirillov comparte con él con más detalles los misterios de su corazón:

«- (…) ¿Ha sentido usted, Schátov, en algunos momentos la eterna armonía?

         – Mire usted, Kirillov: no puede usted seguir velando de noche.

         Kirillov volvió en sí y, cosa extraña, siguió expresándose más fluidamente que nunca. Era evidente que todo aquello lo tenía de antes muy pensado y hasta escrito.

– Hay segundos, sólo se dan cinco o seis segundos, en que de pronto siente usted la presencia de la eterna armonía, completamente lograda. No es cosa terrenal, no quiero decir que sea celestial, sino que el hombre en su forma terrenal no puede soportarla. Necesita transformarse físicamente o morir. Es un sentimiento claro e indiscutible. Parece como si de pronto sintiese usted toda la naturaleza y saliese diciendo: «Sí es verdad. Dios al crear este mundo, al fin de cada día de creación, dijo: Sí, es verdad; está bien». Esto…, esto no es ternura, sino simplemente así: alegría. No perdona usted a nadie, porque no hay nada que perdonar. No es que usted ame. ¡Oh, eso está muy por encima del amor! Lo más terrible de todo es que sea una cosa tan inmensamente clara y se sienta tal alegría. Si durase más de cinco segundos, el alma no la aguantaría y tendría que desaparecer. En esos cinco segundos he vivido yo una vida y por ellos daría mi vida toda, porque lo valen. Para resistir diez segundos sería menester cambiar de forma física. Yo pienso que el hombre está obligado a dejar de engendrar. ¿Para qué los hijos, para qué la evolución si el fin está ya alcanzado? En el Evangelio se dice que en la resurrección no se engendrará ya y que seremos como ángeles de Dios. Es una indicación. Y su mujer, ¿da a luz?

         – Kirillov, ¿le ocurre esto con mucha frecuencia?

         – Una vez cada tres días; una vez en toda una semana.

         – ¿No padece usted ataques?              

         – No.

– Pues eso quiere decir que los tendrá. Cuídese, Kirillov, que he oído decir que así precisamente empiezan los ataques. A mí, un epiléptico me describió al pormenor esa sensación anterior al ataque, exactamente como usted acaba de hacerlo; cinco segundos y decía que era imposible resistir más. Acuérdese usted del cantarillo de Mahoma, que no tuvo tiempo de verterse en tanto él, a caballo, anduleaba por el paraíso. El cántaro… son esos mismos cinco segundos; recuerda demasiado su armonía de usted, pero Mahoma era epiléptico. Cuídese, Kirillov, contra los ataques.

         – No habrá tiempo -dijo, suavemente, Kirillov.» [5]

No habría tiempo porque Kirillov sabía pronto su fin. Quizás también intuía que ya había estado, como Mahoma, en el paraíso y que para permanecer más de cinco segundos en él tendría que atravesar la puerta de la muerte.

Rescatemos lo que Kirillov designa como el contenido de esos instantes en que el tiempo se torna eterno: la experiencia clara de la armonía, a la que suma un consentimiento al ser: lo que es, es bueno. Consentimiento que es, en sus palabras, una recreación humana del placet divino. Es verdad que el ser es bueno, también a los ojos de Kirillov. El hace suya, reproduce humanamente, la gozosa contemplación divina de la creación y siente que el fin, el sentido de su vida está cumplido.

¿Por qué el tiempo se torna eterno? ¿Puede el tiempo tornarse eterno? ¿Es verdad que el tiempo es sólo una idea? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la eternidad? ¿Podemos nosotros, seres eminentemente temporales, pensar siquiera a la eternidad? Quizás tendríamos que recurrir aquí a un pensar mediante analogías siendo conscientes de los límites. El conocimiento por analogía es la llave preciosa con que cuenta el hombre para tentar una respuesta a las preguntas metafísicas. Ser conscientes del límite es saber que en nuestras respuestas sólo vislumbramos en el mejor de los casos un pálido reflejo de la realidad que intentamos contemplar.

¿Cómo es una vida eterna? ¿Cómo podríamos barruntar un conocimiento de ella? Mediante la analogía intentamos llegar de lo conocido a lo desconocido. ¿Qué ha querido señalar el hombre en todas las épocas bajo el nombre de eternidad? Descartamos desde el inicio una acepción del término que no nos interesa: eternidad como tiempo sin fin. Aquí Nietzsche y tantos otros. No nos interesa porque no marca ningún salto cualitativo. Tiempo sin fin. Más de lo mismo. Finitud infinitamente repetida en sus limitaciones. La descartamos porque ya la conocemos. Es esto mismo, lo de todos los días, con un agregado que lo densifica: no terminará nunca, volverá una y otra vez a repetirse en la figura del Eterno Retorno.

Nos interesa sobretodo penetrar en la idea de eternidad que supone la confesión de Kirillov. Es una experiencia del tiempo cualitativamente distinta. Tan distinta, tan extraña, que le parece insoportable. Se vincula más con el instante -aquí Kierkegaard y tantos otros- que con la sucesión. Se encuentra en el terreno del kairós, según «las fronteras de los tiempos» delimitadas por los antiguos sabios griegos. Hay documentos del pensamiento griego sobre el tiempo, aún anterior a Tales[6]. («Viejos tópicos, los mismos desde el principio de los siglos»   -N.V.) Para estos pensadores y la tradición que le sigue, el tiempo se presenta bajo dos aspectos distintos: chronos y kairós. Chronos es el tiempo cósmico, el tiempo de la sucesión llena de ritmos y ciclos, de la cadena de acontecimientos que encierra el reloj del universo. Chronos engendra y devora a sus propios hijos. Permanece el ciclo, digiere el instante. Lo contrario sería «una injusticia en el orden de chronos», afirma el conocido fragmento de Anaximandro[7]. El hombre se encuentra también transido por chronos en todas las etapas de su vida, en cada uno de sus días y sus noches; le arrebata su pasado, delimita su futuro. Pero los humanos somos también un caso aparte -y esto es lo que sabe muy bien Kirillov. Hay algo en su naturaleza que le permite percibir el tiempo -además de cronológicamente- kairológicamente.

El arco de intensidad del kairós puede llegar a ser insoportable hasta hacernos sentir que estalla nuestro ser, que no podremos abarcar lo que la realidad ofrece. ¿Quién no ha hecho suyo en algún momento de su vida el lamento de Saint-Évremond: «Una mezcla de espíritu y materia nos hace vivir con demasiada o demasiada poca luz[8]…?

Es esa mezcla la que hace posible el kairós, y por qué no, también la analogía. Conocemos por analogía con nuestro ser, algo de otro modo de ser que esté emparentado con el nuestro.

Detengámonos en el kairós. Allí parecen estar encerrados todos los secretos. ¿Qué querían mentar con este término y qué entendemos hoy por él? Hay un aspecto que aquí descartamos, si bien es pariente de la percepción del tiempo a que alude Kirillov, por ahora no lo tomamos en cuenta porque no nos aclara nada. Es la del kairós experimentado como posibilidad, como potencialidad, en el sentido de momento oportuno u ocasión para la libertad. Por ahora quedémonos en el plano del acto. Del kairós vivido, de la experiencia de una plenitud cualitativa, realizada o mejor: realizándose.[9]

Retengamos esta última idea que nos parece afín a lo que Kirillov quiere decirnos y trasladémosla a un plano subjetivo, natural, que nos es más conocido: ¿Cómo definiríamos subjetivamente, esto es, de acuerdo a nuestra experiencia subjetiva, un tiempo pleno? Kirillov nos habla de la vivencia de una armonía eterna.

 

 

¿Ha sentido usted, Schátov, en algunos momentos la eterna armonía?

  

¿Intentamos ubicarnos a propósito de la «armonía» en el plano de la experiencia estética? Intentémoslo. Esto nos pone de lleno en el ámbito de lo que en la filosofía clásica se vincula con la virtud de la templanza.

Su equivalente, la sophrosyne griega describe una disposición afectiva del sujeto que hace posible una relación armoniosa entre el hombre y su mundo. El ideal moral griego, kalós kagathós, tiene un gran componente estético: la belleza o armonía interior permite una consonancia gozosa en la relación hombre-cosmos.

La temperantia latina apunta a una situación similar. Con la templanza se alcanza una armonía interior, el temperante vive afectivamente dentro de “un orden armónico integrado por componentes dispares”[10]. ¿Cuáles son esos componentes dispares? Josef Pieper sostiene que son las distintas tendencias movidas por el amor a la realización de nuestra naturaleza[11].   La armonía de la templanza parecería emparentarse entonces con el ordo amoris agustiniano. La templanza permite entrar en comunión adecuadamente con el orden del ser.

¿Qué tiene que ver todo esto, pues nosotros buscábamos entender qué quería decir Kirillov con aquello de sentir la eterna armonía?

Y es que Pieper agrega en otra parte: «sólo un corazón puro aprehende lo bello».[12] Tal afirmación no significa a nuestro parecer que solamente el santo sea capaz de la experiencia estética, de la armonía entre la naturaleza humana y el mundo. Pero sí que existe una conditio sine qua non subjetiva que la posibilita. Nos referimos a esa disposición del sujeto por la que se abre al mundo, que es propia de una naturaleza humana no deformada, en este sentido pura, que llamamos intencionalidad. Sólo un corazón no-anestesiado, un corazón no-impermeabilizado, vulnerable, es capaz de recibir belleza. Podemos llamarla también capacidad de hospitalidad o cortesía como George Steiner[13] y es que en el fondo a lo que se apunta es a la natural capacidad humana de receptibilidad, de percepción con lo que sea posible, de sensibilidad a lo que está enfrente, a lo que de fuera tiene algo valioso que comunicarnos.

La intencionalidad es el modo de existir natural al ser humano que considera al mundo portador de riquezas, de cualidades. ¿Qué busca la vista, sino colores? ¿Qué el oído, sino sonidos, palabras, música? ¿El tacto, sino texturas? ¿El olfato, sino aromas? Podríamos seguir así, enumerando todas las facultades del hombre. La naturaleza humana anda tras sus necesidades como Kirillov tras sus instantes. No puede vivir sin ellas, sin recibir. Y un hombre más cortés, más vulnerable y abierto, padece una exacerbación de los poros de su piel. Necesita más de lo que recibe. No sólo más, sino de una intensidad cualitativamente sublime.

Kirillov no quiere vivir una vida sin esos cinco segundos, cada tres días, cada semana. Pero tampoco puede soportarla. Necesita morir o transformarse físicamente.

Mi tesis es que esa experiencia, es la experiencia de la belleza en sentido metafísico.

*

Retomemos y ampliemos algunas ideas que tratamos en los párrafos anteriores. Encontramos distintos niveles de percepción de la belleza, de la percepción de esa armonía. Seguimos para esto en parte a C.S. Lewis.

Un primer nivel. El que C.S. Lewis denomina placer-necesidad[14] Estamos sedientos, acalorados. Necesitamos tomar algo fresco. Lo conseguimos. ¡Qué maravilla el agua! Imposible no ser cortés, hospitalario, no recibirla. Imposible no alegrarse de su presencia. ¡Estaba hecha para mí, en este momento! Entre los dos hemos logrado esta armonía nueva que necesitaba indefectiblemente.

¿Podemos trasladar esta figura a otros placeres?

Es posible. Necesitaba abrir mi corazón a alguien y el amigo está allí, atento a mi intento de traducir en palabras para que entienda quizás, lo que ni yo misma entiendo. Necesitaba el perdón; un llamado, consuelo, compañía, una confirmación, tiempo, descanso, comprender, del mismo modo como Kirillov necesita recordar el sol del verano en el invierno. Sólo en esa nueva armonía, vuelve a estar todo bien. El hombre es semejante en gran medida al dios Eros que describe Platón en el Banquete, «flaco, desaseado, sin calzado y sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna junto a las puertas o en las calles, peleando siempre con la miseria».[15] Si algo o alguien viene a socorrerlo, ¿cómo no recibirlo? ¡Estaba hecho para mí en este momento! ¡Imposible no alegrarse en su presencia!

Pero hay otro nivel de percepción de la armonía, que supone una alegría nueva. El hombre, dice Santo Tomás, es también capaz de gozar propter convenientia sensibilium, o también, per connaturalitatem[16]. Aquí hay una segunda recepción, una cortesía más fina. La que es capaz de alegrarse por el encuentro en sí, más allá de la indigencia. Quizás a esto apunte C.S.Lewis cuando habla del placer de apreciación[17]: la alegría de Kirillov al contemplar la araña que trepa por la pared. La que cada uno experimenta con los colores del otoño, o con la presencia de alguien querido que viene a quebrar la rutina de un día demasiado cronológico. Tantos casos: los grillos y el aroma a azahares en las noches de verano, el crepitar de la madera en el invierno, la manita de un niño que se aferra a la nuestra. También el simple y pasivo darse cuenta o amar o admirarse. La conmoción que produce el arte a quien sabe recibirlo: sentimientos, sentidos, ideas, intuiciones, a través de la música, la literatura, el cine o cualquier otro modo de plasmar el hombre la forma en una materia, implicado en la creación estética. Naturalezas afines conversando sobre el misterio de su existencia. Per connaturalitatem, propter convenientia sensibilium, esta experiencia es testimonio de la gran intuición de la tradición de la cultura al definir el hombre como microcosmos. El hombre es un cosmos en pequeña escala y puede por connaturalidad, entrar en relación con los demás seres. Alegrarse en esa comunión, es la segunda lectura de la percepción estética. Vamos comprendiendo a Kirillov.

«La hoja es bella. Todo es bello»

¿Cuál será el nivel metafísico? La belleza en sentido metafísico es un nombre del ser. ¿Qué tipo de cortesía necesitamos para recibirla? Señala Edith Stein:

«La belleza tiene en común con la verdad y con el bien, el hecho de poner al ente en relación con el espíritu: en efecto, la belleza es lo que despierta placer en el ente en el cual se expresa; el placer es sin embargo un acto espiritual. (Aún si se trata de belleza sensible, ella se recibe «como belleza» sólo espiritualmente). Como la verdad lleva al intelecto a su ser perfecto (o sea al conocer) y por eso es considerada su bien específico, así la belleza es el bien propio de una especial facultad espiritual. ¿Cuál es la facultad que se relaciona con la belleza y que encuentra su perfección en el placer? Es aquella sensibilidad propia del espíritu vuelta hacia la medida, a la determinación y al orden, en los cuales Aristóteles veía fundada la belleza […] Santo Tomás por orden entiende la relación de las creaturas entre sí, por la cual cada una significa para las otras algo que da perfección, por lo tanto algo de bien. El espíritu creado (y en particular su conocimiento) concuerda con todos los otros entes no sólo en cuanto ente, sino porque en él reina este orden del ser; se distingue en cuanto espíritu porque puede experimentar interiormente este acuerdo: este acordarse es lo que llamamos «placer» o alegría por la belleza, o «gozo estético». (…) Así como nosotros «comprendemos inmediatamente» qué sea la verdad cuando conocemos y qué sea el bien cuando el apetito encuentra en él su consumación, así comprendemos qué sea la belleza cuando su «esplendor» conmueve el alma.» [18]

 

«Sensibilidad propia del espíritu», «esplendor que conmueve el alma». Aparentemente aquí la cortesía incluye al hombre todo en tensión a una profundidad que lo trasciende. Es la experiencia de la mutua copertenencia, de tú y yo, del agua y yo, de la araña y yo, del músico y su música y yo, de todo con cuanto nos relacionamos, a un orden. A un orden que nos vincula, íntimamente, es más, que nos hace posibles a nosotros y nuestras comuniones y nos trasciende. Es la experiencia del misterio del ser desde nuestra intencionalidad. Del misterio luminoso del ser que nos desborda, que no abarcamos, que no podemos albergar adecuadamente. ¿Cuánta luz podemos soportar? ¿Cuánta, pequeñas aves nocturnas? Sólo cinco, seis segundos. Imposible resistir más haría falta morir o transfigurarse físicamente.

Hans Urs von Balthasar:

«La belleza es el misterioso trasfondo del ser que transparenta en la apariencia. Según esto es la inmediata revelación de lo que excede, del eterno cada-vez-más que hay en la esencia misma del ente. No es sólo la simple adecuación entre esencia y apariencia lo que provoca el agrado estético; es la confirmación totalmente incomprensible de que la esencia aparece realmente en la apariencia (lo que sin embargo no es esencial) y que aparece como un ser que es siempre más que el mismo y que por lo tanto jamás puede aparecer en forma definitiva.»[19]

 

Es el exceso de sentido revelado a la intencionalidad finisimamente cortés y por lo tanto sedienta de sentido.

Cuando hablamos de tres niveles de recepción de lo estético, no suponemos que se excluyan. Muy al contrario, pueden darse los tres a la vez contenidos unos en otros. Todo depende de la templanza que hace posible la hospitalidad del sujeto, de en qué honduras albergue a lo que se le enfrenta y de la consistencia ontológica misma de aquello que se le enfrenta.

Creemos que con esto delineamos un tanto lo que se entiende por kairós, por la experiencia de una plenitud en el tiempo. Toda experiencia kairológica del tiempo en este sentido, es una experiencia estética, en el profundo significado de la palabra.

Esto no significa que seamos ciegos frente a las dis-armonías de la vida humana. Simplemente describimos un aspecto, también real de la experiencia que nos revela la estatura óntica de nuestro ser. ¿Cómo es posible algo así como el kairós? ¿Qué nos constata, qué nos sugiere, qué nos anticipa?

¿Nos hallamos ahora en mejores condiciones para hablar de la eternidad? Quizás sea en el kairós donde el microcosmos que es el hombre concibe alguna connaturalidad con la eternidad. Donde intuimos la posibilidad de que Eros se convierta en Agape. Padecemos de una deformación histórica con respecto a qué sea la eternidad. A veces tendemos a imaginarla tal como la definiera Schopenhauer como el cielo del aburrimiento, opuesto al infierno del deseo[20]. Hastío o Eros. Baudelaire tampoco se privó de vaticinarlo. Pero en el kairós, experimentamos e imaginamos otra posibilidad.

«Lo más terrible de todo es que sea una cosa tan inmensamente clara y se sienta tal alegría.»

 

Es posible Eros transformado en Agape. Imagino la eternidad más como una fiesta que como una infinita inmutabilidad. Sobreabundancia, desborde, nada falta, exceso, gratuidad. El kairós es el acto pleno finito que nos murmura algo acerca del acto de plenitud infinita. La Gran Esperanza del hombre se alimenta también de la belleza como nombre del ser.

 

Esto es lo que sabe inconfesadamente, Stepán Trofímovich y lo expresa con pasión en uno de sus últimos discursos, mientras es abucheado por una multitud incomprensiva:

 

-Pero yo digo -gritó Stepán Trofimovich en el último límite de la exaltación- pero yo digo que Shakespeare y Rafael… están por encima de la emancipación de los siervos, por encima del nacionalismo, por encima del socialismo, por encima de la joven generación, por encima de casi toda la humanidad, porque son el fruto, el verdadero fruto de la humanidad toda y puede que el fruto más alto que lograrse pueda. La forma de la belleza está ya lograda y sin ella es posible que yo no me aviniese a vivir… ¡Oh Dios! -y juntó las manos- Diez años hace que gritaba lo mismo en Petersburgo, desde una tribuna, exactamente igual que ahora; tampoco me comprendieron; se echaron a reír y empezaron con siseos. Gentes de pocas luces, ¿qué os hace falta para comprender? Pero ¿no sabéis, no sabéis que sin los ingleses podrá muy bien seguir viviendo la humanidad y lo mismo sin Alemania; que es posible vivir sin rusos; que es posible vivir sin ciencia; que es posible vivir sin pan; pero que es imposible vivir sin la belleza, porque entonces no habría ya nada que hacer en este mundo. Todo el secreto es ese; esa es toda la historia. La ciencia misma no puede sostenerse un minuto sin belleza. ¿No sabéis eso los que os reís? Se convertiría en algo servil; ni un clavo inventaría… ¡No cederé! -gritó torpemente para terminar, descargando con todas sus fuerzas un puñetazo en la mesa.» [21]

 

 

Stepán Trofímovich expresa lo que Kirillov no pudo expresar. La poesía salvó su vida. La dureza metafísica de Kirillov lo arrastró a la locura. ¿O fue la locura la que le permitió esa experiencia metafísica? ¿Quién tendrá la autoridad para concluir en un diagnostico seguro?

 * * *

 

Puede no sorprendernos ya la frase de Santo Tomás: «Finalidad y norma de la templanza es la felicidad eterna.» Efectivamente, leyeron bien. Esta sentencia se encuentra en la Suma Teológica II-II, 141, 6. La templanza, la última de la virtudes, la que tiene que ver con las pasiones, de la cual se esquiva tímidamente su desarrollo, ella, la humilde abandonada, es la encargada de conducirnos al Ágape, al consentimiento con el placet divino, la que abre la llama de la analogía entre el tiempo y la eternidad, la que nos da anticipos de alegría de vida plena.

¿De qué otra cosa nos habla sino el Cantar de los Cantares? ¿O quizás San Juan de la Cruz nos sugiere algo distinto?:

 

         ¡Oh llama de amor viva.

            Que tiernamente hieres

            De mi alma el más profundo centro

            Pues ya no eres esquiva

            Acaba ya si quieres

            ¡Rompe la tela de este dulce encuentro!

            ¡Oh cauterio suave!

            ¡Oh regalada llaga!

            ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,

            Que a vida eterna sabe

            ¡Y toda deuda paga!

            Matando, muerte en vida la has trocado.

            ¡Oh lámparas de fuego,

            En cuyos resplandores

            Las profundas cavernas del sentido,

            que estaba oscuro y ciego,

            con extraños primores

            ¡Calor y luz dan junto a su querido!

            ¡Cuan manso y amoroso

            Recuerdas en mi seno

            Donde secretamente solo moras:

         Y en tu aspirar sabroso,

            De bien y gloria lleno,

            ¡Cuán delicadamente me enamoras! (20)

 

Si quisiera imaginar la vida eterna dejaría resonar en mí los versos de San Juan. Como dice Jacques Durandeaux: «el encuentro con el ser que nos colma es para nosotros el fin del tiempo. Si nosotros pudiéramos asignar un término a la obra del tiempo, éste sería precisamente aquel encuentro. Esta es la hora en la cual dejamos de atender algo nuevo que fuese esencial. Lo esencial está ahí en la plenitud que nos colma.»[22]  Eros, el vagabundo, llegando finalmente a casa, acogido por el amor que lo estaba esperando, capaz de transformar su miseria en fiesta.

***

Cuando Stepán Trofímovich se encontraba en su lecho de muerte, luego de haber recibido los Santos Sacramentos, comenzó a hablar:

“- Amigos míos -declaró- Dios me es indispensable, porque es Él el único capaz de amar siempre…

Fuera que, en efecto, creyese o que la magna ceremonia de recepción de los sacramentos le hubiese hecho impresión y despertado la sensibilidad artística de su naturaleza, ello es que con voz firme y dicen, que hasta con mucho sentimiento, profirió muchas palabras refutando muchas de sus ideas antiguas.

– Mi inmortalidad me es indispensable, aunque sólo fuera porque Dios no querrá cometer una injusticia y apagar todo el fuego de amor que Él ha encendido en mi corazón. ¿Y qué más preciado que el amor? El amor es superior a la existencia; el amor es la corona de la vida, ¿y cómo es posible que la vida no le estuviese subordinada? Si yo lo amaba a Él y me regocijaba con mi amor… ¿es posible que Él me destruya a mí y mi alegría y nos reduzca a cero? ¡Si hay Dios, yo soy inmortal. Voilà ma profession de foi!

– Hay Dios, Stepán Trofímovich; le aseguro a usted que lo hay -exhortábalo Varvara Petrovna- Retráctese usted, déjese de todas esas sandeces siquiera una vez en su vida.

         Por lo visto ella no había entendido bien su profession de foi.

         – Amiga mía -dijo él, reanimándose, más y más, aunque a cada paso se le cortaba la voz- amiga mía, cuando he comprendido…eso de ofrecer la otra mejilla… también podré comprender algo más. J´ai menti toute ma vie! ¡Toda, toda mi vida! Yo querría…, por lo demás, mañana… Mañana, todos nos iremos.

         Varvara Petrovna rompió a llorar. Él buscaba algo con los ojos.

         – Aquí la tiene, aquí la tiene! … -dijo ella, cojiendo de la mano a Sofía Matviéyevna y acercándola al lecho. Sonrió él tiernamente.

– ¡Oh! Cómo quisiera volver a vivir! -exclamó con un extraordinario arranque- . Cada minuto, cada momento de la vida, deberían ser dichosos para el hombre… Deberían serlo, irremisiblemente deberían. Es obligación del hombre mismo hacer que así sea; es su ley… oculta, pero infaliblemente real […] La única idea sempiterna de que existe algo incomparablemente más justo y feliz que yo, basta a henchirme todo de una ilimitada ternura y … alegría. ¡Oh, sea quien sea y haga lo que hiciera! Al hombre, mucho más indispensable que su propia felicidad, le es saber y a cada instante creerlo, que en algún sitio hay ya una felicidad perfecta y tranquila para todos y para todo… La ley de toda la vida del hombre se reduce a que el hombre puede inclinarse siempre ante lo infinitamente grande. Si se les privara a las gentes de lo infinitamente grande, dejarían de vivir, morirían en la desolación. Lo inconmensurable y lo infinito son, pues tan indispensables para el hombre como este planetilla en que vive. […] ¡Oh y cómo querría volver a verlos a todos! ¡No saben que en ellos se encerraba esa eterna magna Idea!»[23]

Kirillov no estaba ya entre los vivos para oírlo. Fue el diabólico Stavroguin quien lo profetizó antes que nadie. El quizás sabía que quien es capaz de experimentar la belleza conoce algo del nombre de Dios por excelencia: «Si usted se diera cuenta de que cree en Dios creería; pero como aún no se enteró de que cree en Dios, aún no cree.»

 

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[1] Stepán Trifimovich y Kirillov son personajes centrales de la novela Demonios. Stepán Trofimovich es un intelectual, educador responsable en gran medida de los tremendos acontecimientos que atraviesan la novela, por haber sembrado la semilla del nihilismo en la joven generación. Hacia el final de la historia Stepan se convierte al amor de Dios e interpreta para los lectores el fragmento del Evangelio de San Lucas (8, 32-35) que ha servido de epígrafe de la novela a Dostoiesvki. Kirillov por su parte, es un curioso personaje: ingeniero, ateo, ha decidido suicidarse para demostrar al mundo con ese gesto que al no existir Dios, la vida es un absurdo y que el máximo gesto de libertad es oponer un «no» a la propia existencia. Los revolucionarios usarán esta decisión para su causa y le pedirán que antes de matarse deje una carta haciéndose cargo de los crímenes que ellos cometieran. Albert Camus en su ensayo El mito de Sísifo, hace un interesante análisis de este personaje.

[2] Nikolai Stavroguin es el personaje más diabólico de las novelas de Dostoievski. Su presencia que paradójicamente ejerce una irresistible atracción, es una especie de ácido sulfúrico destructivo de los hombres, de su existencia física y su mundo espiritual.

[3] Fiódor Dostoievski, Demonios, Trad. Rafael Cansinos Assens, Barcelona: Planeta, 1984, pp. 202-204

[4] Shatov es el personaje más luminoso de la novela. Terminará siendo una suerte de chivo expiatorio de las atrocidades cometidas por los revolucionarios.

[5] Demonios, p. 501-502

[6] Delucchi, A. La teoría del kairós en la poética pre-platónica, Comunicación del Primer Simposio de Estudios Clásicos, en Actas, Universidad Nacional de Cuyo, 1970

[7] Cfr. Jaeger, W., Paideia, Méjico: FCE, 1980, p.158

[8] Citado por Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, Madrid: Alianza, 1988, p. 112

[9] Aristóteles define en la Ética a Nicómaco al kairós como «el bien del tiempo” (1096a, 26-32). Por otro lado en el Nuevo Testamento es a menudo traducido en el sentido de una plenitud del tiempo. (A modo dejemplo: en Mc 1,15, el inicio de la predicación de Jesús coincide con el cumplimiento del tiempo –kairos-; en Lc 19, 44, Jesús llora porque Jerusalén no ha sabido reconocer el tiempokairos- de la visitación)

[10] Cfr. Para estos temas Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1976, p. 220 y ss. En la raíz del término temperantia se encuentra la referencia a una armonía de componentes diversos. Este matiz aparece en palabras de la misma raíz: temperator, moderador; temperatio, ordenamiento con sentido; temperatura: estructura adecuada

[11] Las virtudes fundamentales, p. 227

[12] Antología, Barcelona, Herder, p. 92

[13] Presencias reales, Barcelona, Destino, 1991, p. 191

[14] Los cuatro amores, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1992, p. 19-26

[15] 203 d

[16] Suma Teológica, II-II, q. 141, q. 4 ad 3

[17] Loc. cit

[18] Essere finito e Essere eterno, Roma, Città Nuova, 1992, p. 347

[19] La esencia de la verdad, Bs. As., Sudamericana, 1955, p. 250-251

[20] El mundo como voluntad y representación, Madrid, Aguilar, 1927, p.343

[21] Demonios, p. 4.11-412

[22] L´éternité dans la vie quotidienne, París: DDB, 1964, p. 186

[23] Demonios, p. 562-563

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