Jorge Adolfo Mazzinghi

Medio

Hay muchas maneras de acercarse a una cultura lejana y todas ellas son incompletas. Este acercamiento depende no solo de las herramientas utilizadas a tal fin, sino también de la propia complejidad de la cultura, fenómeno inaprensible por antonomasia. Supongo, entonces, que el cine es una de esas herramientas y que comparte con las demás esa limitación esencial. Consciente de esta, me propongo, más que intentar un análisis sobre la sociedad coreana, compartir una experiencia, que no será la de un experto, pero sí la de un apasionado.

Las pasiones tienen una genealogía imposible. Es difícil determinar con mediana exactitud cuándo nacen, solo las reconocemos cuando ya están instaladas. Su origen depende de azares y casualidades, y nunca obedecen a un mandato de la voluntad. Las pasiones siempre nos asaltan desprevenidos. Hace ya más de una década que Occidente comenzó a poner su mirada sobre el fenómeno creciente de la industria cinematográfica de Corea. Un éxito que se reconoce paralelo al de su economía, así como al de muchos otros campos, y que se debe también a la voluntad de hacer de la cultura coreana un referente para el gigantesco mercado asiático.

Mi historia con el cine coreano –pasión que comparto, por suerte, junto a otras con mi mujer– es también hija de este fenómeno global. Así, una noche cualquiera y sin seguir un programa definido, nos encontramos en el desaparecido cine Metro, viendo una película coreana de título extenso y contenido maravilloso: Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera (Kim Ki-duk, 2003). Fue amor a primera vista.

A partir de esa experiencia iniciática, se siguieron algunas más, en algunos cines con olor a humedad de la calle Corrientes: La mujer del buen abogado (Im Sang-soo, 2003); Oldboy (Park Chan-wook, 2003); Hierro 3 (Kim Ki-duk, 2004). También pudimos saciar nuestra sed en algún Bafici, donde los directores coreanos se convirtieron prontamente en los preferidos del particular público de los festivales (Night and day, Hong Sang-soo, 2008). Con posterioridad, una avidez apremiante nos hizo volcarnos al DVD, donde agotamos las existencias del material disponible en el video club. Finalmente, los avances de la tecnología sumados a Internet, nos liberaron el acceso a un manantial prácticamente inagotable de títulos.

Las películas que podríamos llamar “de autor” son, curiosamente, las primeras a las que tuvimos acceso. Son aquellas que, portadoras de un estilo particular, han despertado el interés en Occidente. El prolífico Kim Ki-duk fue el primero del que recorrimos su filmografía con prolija exhaustividad. Después, fue el turno del críptico Hong Sang-soo y sus películas de andar sinuoso. Por último, Park Chan-wook creador de la poderosa trilogía Sympathy for Mr. Vengueance, (2002), Oldboy (2003) y Sympathy for lady Vengueance (2005), que le abrió hace poco las puertas de Hollywood (Lazos perversos/Stoker, 2013).

A este tronco primordial, al que habría que unir algunos otros nombres, como Bong Joon-ho (The host, 2006 y Memories of murder, 2003) y Lee Chang-dong (Peppermint candy, 2000 y Secret sunshine/Miryang, 2007), se fueron sumando otros títulos pertenecientes al circuito comercial. Estos, sin el espesor de los anteriores, constituyen una manera distinta de aproximarse a la realidad y a las costumbres del país del que provienen.

Lenguaje

Más allá de las distintas características que tienen estas dos vertientes, que denominamos “cine de autor” y “cine comercial”, ambas comparten algunas notas. Me refiero, como primera observación, a un lenguaje común que engloba al cine coreano en general y que es, sin duda, un modo de expresión distintivo. Se trata de una particular caligrafía en la que podemos intuir un modo particular de ser de esa cultura.

Cuando se entra en contacto con el cine coreano, lo que sobresale es la primacía absoluta de lo visual. Esta no se manifiesta tanto en la cuidada belleza de las imágenes, que existe, sino más bien en el modo en que juega en el relato. Esta no es solamente un recurso formal, que decora el relato, sino que forma parte de su misma esencia. No es una construcción impostada o una particular búsqueda estética querida por el director, sino que parece surgir con una naturalidad tal que la convierte en un arma de eficacia demoledora.

La belleza, por otro lado, tiene una característica que también es digna de señalar y que es su independencia del objeto donde su concepto se aplica. Su voluntad estética es totalmente indiferenciada. Se podría decir, aun con riesgo de ser redundante, que no se refiere a las cosas tradicionalmente entendidas como bellas, sino que se extiende a toda clase de objetos y situaciones. Estos incluyen la violencia explícita que, presentadas en escenas de innegable belleza, nos obliga a cuestionarnos sobre la esencia de esta última.

El problema de la búsqueda de la perfección estética a ultranza es, al parecer, uno de los que atraviesa la sociedad coreana actual. Según ciertas estadísticas, Corea es por amplio margen el primer país del mundo en el consumo de cirugías estéticas (74 cada 100.000 hab.; Brasil, 55; Taiwan, 44; EE. UU., 42; Japón, 32) y referente en este aspecto para toda Asia. Una búsqueda que, por supuesto, lideran las mujeres, pero a la que no son indiferentes los hombres y que es precisamente impulsada por la industria del entrenamiento. Las imágenes de perfección que presentan el cine, la televisión y también la música a través del fenómeno llamado K-Pop, proponen modelos de belleza que son perseguidos con la misma eficiencia y rigurosidad con que los coreanos persiguen otros objetivos. Se trata de un fenómeno global, pero que allí alcanza una dimensión más extrema que en las sociedades occidentales. El cine trata este tema con gran profundidad, esta vez de la mano de uno de sus grande maestros, en la magnífica Time (Kim Ki-duk, 2006).

La búsqueda de la perfección en la sociedad coreana no se refiere, claro está, solamente a los aspectos de la imagen. Es innegable que en esa demanda de excelencia se cimenta, en gran parte, el éxito que ha llevado a Corea, en poco más de 50 años, a convertirse de un país devastado por la guerra en una nación de entre las más desarrolladas del planeta. Son conocidos, en este aspecto, los logros educativos alcanzados a través de una feroz competencia, que muestran que este avance poco tiene que ver con un “milagro”, sino que se basa en considerar la importancia de una educación de alta calidad, apoyada en un esfuerzo sostenido del estudiante.

Algunas películas presentan lateralmente el tema de la educación en Corea, sea como trasfondo de una historia romántica (Lee Yong-joo, Architecture 101, 2012) o bien en el relato de una despreocupada profesora universitaria, que busca progresar utilizando la seducción como arma principal (Lee Ha, Bewitching attraction, 2006). Sin embargo, la contrapartida de este sistema de alta exigencia es el del muchas veces señalado estrés, que ubica a Corea en el primer lugar en el ranking de países con mayor tasa de suicidios juveniles. Los efectos del fracaso en sociedades tan competitivas pueden ser devastadores.

 

Mensaje

Otro aspecto a señalar se refiere más al contenido que a la forma. Se trata de un modo de narración que podríamos llamar directo, con una tendencia a la ausencia de transición. En las películas coreanas, las cosas se suceden sin demasiados rodeos, no existen las dudas ni tampoco los remordimientos. Un modo que en un primer momento puede parecer algo brusco, pero que, una vez que uno se acostumbra, comienza a apreciar sus bondades. El lenguaje sucinto, como el de las mejores prosas, es algo que una vez probado tiende a convertir en superfluos otros modos más cargados, menos esenciales.

En este segundo aspecto también podemos vislumbrar la base de un comportamiento social que hace referencia a la célebre dicotomía entre culpa y vergüenza. Es el planteo realizado por la antropóloga americana Ruth Benedict (El crisantemo y la espada), que se refiere a la cultura japonesa de posguerra, pero que pareciera poder traspolar a la cultura coreana actual. La tesis de la autora es la distinta raíz ética de las culturas de Oriente y Occidente, la última basada en la idea de culpa y la primera en la de vergüenza. Ambas ideas actúan como moderadores morales y sería esa diferencia radical la que condiciona los comportamientos.

La culpa actúa como un freno que no ofrece escapatoria porque se plantea dentro de la propia conciencia. Allí actúa como un dispositivo de alarma que nos hace reconocer la falta (“pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado”, Salmo 50). Y, al mismo tiempo, no es solo un sentimiento que aparece posteriormente a las acciones, sino que es un freno preventivo, porque el sentimiento de culpa se puede prever. La culpa es, además, un sentimiento sobre todo individual y personalísimo, que nos asalta en la más absoluta soledad, pero del que podemos ser liberados también por un acto personal. Este es, en definitiva, uno de los principales moderadores de la moral occidental de base judeocristiana.

Siguiendo el esquema planteado por Bendict, muy distinta es la forma en que la vergüenza modela la cultura de una sociedad. En primer lugar, porque esta tiene una raíz social y su poder moderador actúa solo cuando la falta supera los límites de la individualidad. El sentimiento de vergüenza es bastante laxo mientras puede vivir en el secreto, pero su poder resulta devastador cuando pasa a la comunidad. Sus posibilidades de redención son escasas y, en consecuencia, deja a la persona en un estado de postración. La vergüenza como sentimiento estructurante de la moral produce en general sociedades con estratos rígidos y solidaridades de casta, condiciones bastante comunes en las sociedades orientales.

Un interesante ejemplo de este planteo de sociedad rígida lo exhiben ambas versiones de The housemaid (Kim Ki-young, 1960 y Im Sang-soo, 2010). En la original, una de las primeras películas coreanas en llamar la atención del público especializado internacional, se muestra una sociedad de la escasez, apenas surgida de la guerra, donde recién se empieza a vislumbrar el progreso. Un núcleo familiar que depende del trabajo esforzado de ambos cónyuges, en un ambiente signado por las estrecheces económicas. En la segunda, por el contrario, el escenario cambia y se sitúa en la Corea actual, en una familia donde reina la opulencia de un marido poderoso y una mujer dedicada a un ocio poco edificante. La constante de ambas historias que permanecen paralelas, a pesar de las diferencias de estilo y de guión, es la relación que ambas familias establecen, en situaciones tan diversas, con la joven “housemaid”. Lo que demuestra que, a pesar de los cambios sociales producidos por el progreso económico, algunas cosas permanecen inalteradas. Estas condiciones, producto del fundamento que las estructuran, determinan el final profundamente trágico de ambos relatos.

Otro aspecto que muestra las consecuencias de una sociedad basada en la vergüenza se muestra en varias películas de producción más reciente y que tienen como tema el matrimonio (Yoo Ha, Marriage is a crazy film, 2002; Kim Tae-eun, The intímate, 2005; Park Seong-beom, Cheaters, 2007). Existe todavía en Corea una cierta tradición que se refiere al matrimonio concertado. Si bien esta práctica disminuye fuertemente como efecto de la globalización, no deja de ser importante aún la injerencia del núcleo familiar en este tema. En consonancia con esta tendencia, el matrimonio es, sobre todo para las mujeres, un paso que determina un posicionamiento social definitivo. Una realidad que genera el clásico conflicto entre el sentimiento y la conveniencia, vivido aquí sorprendentemente sin sombra de culpa.

Este modo de abordar la cuestión del matrimonio tiene un correlato natural en el tema de la infidelidad, también presente en muchos títulos del circuito del cine comercial (E J-yong, An affair, 1998; Byun Hyuk, The scarlett letter, 2004; Jeong Yoon-soo, Changing Partners, 2007; S. K. Jhung, Penthouse Elephant, 2009; Byun Young-joo, Ardor/Milae, 2002). En todos ellos, la infidelidad, tanto del hombre como de la mujer, no parece estar precedida por ningún tipo de dudas previas ni de remordimientos posteriores. Entre estos títulos, resulta muy curiosa la adaptación de la producción argentina Un novio para mi mujer (Min Kyu-dong, All about my wife, 2012), que logró en Corea un éxito de taquilla rutilante, muy superior al que obtuvo entre nosotros. En la comparación de ambas películas es posible ver la diferencia de abordaje del tema de la infidelidad y cómo actúan en ambos los distintos fundamentos de la moral. Además, las necesarias diferencias surgidas en la adaptación del guión original, muestran que aun en una cultura muy globalizada, nada resulta más irreductible que el humor.

Por último, la cultura de la vergüenza tiene su costado más lúgubre en la posibilidad que ofrece de mantener sin culpa conductas aberrantes, siempre que permanezcan ocultas. Las historias de sometimiento, a las que en forma muy extendida son sometidas las jóvenes que intentan progresar en el mundo del espectáculo, son frecuentes. Estas salen a la luz, lamentablemente, con el suicidio de las víctimas, que aun habiendo alcanzado el pináculo del éxito, finalmente no pueden superar el camino recorrido para alcanzarlo. El cine también se ha ocupado de denunciar estas prácticas, que una triste ola de suicidios puso al descubierto (Choi Seung-ho, Norigae. The secret scandal, 2013).

Mas allá de los temas que, a través del cine, nos pueden ayudar a entrever algo de la cultura coreana, este ha abordado también los clásicos occidentales. Un caso curioso y de gran interés es la adaptación de Les laisons dangerous, de Choderlos de Laclos, afrontada por partida doble y en condiciones bien distintas. En la primera de ellas (E J-yong, Untold Scandal, 2003), se trata de un ejercicio de trasposición que podríamos llamar literal, de la corte del Luis XVI a la contemporánea dinastía Joseon, en la Corea de finales del siglo xviii. La historia se mantiene bastante fiel al original francés, buscando diferenciarse solo en el ambiente, lo que resalta la universalidad de todo clásico. La segunda adaptación, en cambio, es una suntuosa producción china, pero con director coreano (Hur Jin-ho, Dangerous Liaisons, 2012), que opta por la trasposición temporal, al llevar la historia a Shangai, que en la década del 30 era conocida como la París de Oriente. Sin entrar en consideraciones críticas, ambas son un ejercicio interesante de comprensión, en este caso en dirección de Oriente a Occidente.

Religión

Si bien las diferencias entre ambos bloques, según planteaba Benedict para el Japón de posguerra, podrían parecer de algún modo irreductibles, cabría pensar si el caso de Corea y de una época distinta posibilitaría un acercamiento que potencie ambas culturas. La cultura coreana, que comparte las mismas raíces que la japonesa, tiene un semblante más flexible que la de su vecino. Esto se manifiesta en muchos aspectos, y señalamos cómo simbólico, solo a título ilustrativo, el de la vestimenta femenina que opone el rígido kimono japonés a la chima, una amplia pollera, típica de la tradición coreana.

A esta diferencia de actitud también se suma la que se refiere a los distintos tiempos históricos, con respecto a aquellos donde se elaboraron los conceptos vertidos por la antropóloga americana, que dicho sea de paso, jamás pisó la tierra del sol naciente. Las particulares características de esta época, de capitalismo tardío, fuertemente globalizado, también pueden ofrecer otras aristas para el análisis. La posguerra estuvo signada por la producción de bienes, en la cual Japón mantuvo la delantera sobre sus vecinos asiáticos. Es esta segunda etapa, en cambio, centrada en la producción de servicios, Corea intenta imponer su hegemonía en la región.

En esta nueva fase del capitalismo, la cultura es convertida en mercancía y alcanza así un impacto mayor que en la primera. Corea adapta modelos occidentales, como hizo Japón en la etapa anterior, pero en este caso, al tratarse de modelos culturales, es interesante ver cómo estos se desarrollan en una sociedad que se funda en criterios éticos diferentes a los de las naciones occidentales. Es de esta particular adaptación que el cine coreano nos trae noticias.

A través del cine, la imagen que surge es la de un pueblo afecto a las tradiciones –sobre todo en las generaciones actuales–, pero no especialmente religioso. Dado que los cristianos son porcentualmente pocos, aparecen muy esporádicamente en las películas, pero en aquellas pocas ocasiones son mostrados con respeto y reconocimiento. Es el ejemplo del inicio del clásico Simpathy for Lady Vengance (Park Chan-wook, [2005).

Una notable excepción es el de la fantástica Miryang. Secrete Sunshine (Lee Chang-dong, 2007), en la que la profundidad del tratamiento religioso, cristiano en particular, alcanza un espesor inesperado. El tema de la película se centra en el perdón y la sanación, y sobre todo en la dificultad de aceptar la misericordia de Dios. El personaje, dispuesto a perdonar a quien había arruinado su vida, no puede aceptar que la misericordia divina se le haya anticipado, lo cual pone su fe en crisis. Invirtiendo la sentencia de Job, la película plantea, con gran eficacia, cómo a veces al creyente le cuesta más aceptar los bienes de Dios que los “males”.

En este marco, podemos mirar con especial atención la reciente visita del papa Francisco a Corea. Gracias a ella, conocimos algo más del espectacular crecimiento que la Iglesia está teniendo allí. Una Iglesia que tiene una tradición de fuerte compromiso del laicado y que creció regada con la sangre de sus mártires. No en vano la visita se realizó bajo el lema “La gloria de los mártires brilla sobre ti”. Los católicos son, a pesar de su expansión sorprendente, una minoría que comprende el 10 % de la población, poco más de 5 millones de personas. Y, más allá del número escaso, ellos se enfrentan, como vimos anteriormente, a una moral de una raíz distinta, pero –creemos– no incompatible con nuestra fe.

El Papa en sus alocuciones ha señalado con gran sagacidad los problemas que el desarrollo de un capitalismo potenciado plantea a la sociedad coreana y a todas en general. A los jóvenes de Asia reunidos para escuchar su palabra, el Papa les ha puesto de manifiesto algunos de los problemas que hemos señalado antes: “Muchos de nuestros amigos y coetáneos, aun en medio de una gran prosperidad material, sufren pobreza espiritual, soledad y callada desesperación. Parece como si Dios hubiera sido eliminado de este mundo. Es como si un desierto espiritual se estuviera propagando por todas partes. Afecta a los jóvenes, les roba la esperanza y, en tantos casos, incluso la vida misma”.

Queda por pensar, a modo de conclusión, si la visión cristiana pueda actuar como moderadora de esas fuerzas que el progreso económico libera, pero que no parecen encontrar un sentido que haga la vida más plena. Quizás, en última instancia, solo la fe podrá ser capaz de complementar y potenciar los dos fundamentos morales, la culpa y la vergüenza, para beneficio de las sociedades tanto de Oriente y como de Occidente.

 

 

 

 

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