P. Alberto Espezel

Una lectura de:

La mort en cendres, la crémation aujourd’hui, que faut-il penser? Damien Le Guay, Cerf, 2012

Damien Le Guay, filósofo francés contemporáneo, escribe una pequeña apología de la inhumación de cadáveres que constituye un severo llamado de atención a la creciente costumbre de cremarlos. “Encuestas serias del 2010 en Francia afirman que entre los creyentes practicantes el 27 % opta por la cremación. Del conjunto de la población francesa (creyentes y no creyentes) el 52 % opta por la cremación propia y el 48 % por la de los familiares. Arguyen dos razones fundamentales: el no molestar a la familia (35 %) y razones ecológicas (24 %)” (pp.62-3). Para el autor, el “no molestar” aparece como decisivo y hace surgir este deseo de cremación, de desaparición. La motivación profunda es que la incineración es interpretada como el medio más radical de hacer desaparecer y olvidar lo que puede quedar del cuerpo, anularlo” (Aries, 1975, 70).  Deseo de anulación, de desaparición, pérdida de confianza en que los vivos se van a preocupar de uno. La inhumación presupone la confianza en que los sobrevivientes se ocuparán de uno, como uno lo hizo sobre los suyos. Confianza intergeneracional en una tradición viva junto a la fe en la resurrección final.

La cremación es coherente en el mundo hindú con la idea de disolución en el todo. “Con el advenimiento del cristianismo, en efecto, cesa la cremación” en Occidente (p.69). La carne es quicio de salvación (caro salutis est cardo) decía Tertuliano, iluminado por el misterio de la Encarnación y la Resurrección de Cristo. El autor sostiene que la cremación contemporánea se debe más a una indiferencia religiosa y a una apatía simbólica. Es expresión de una fatiga inmensa de nuestra cultura (p.71).

La cremación hace violencia al cuerpo que es parte de la persona difunta, de la que nos encontramos separados bruscamente. Violencia al cuerpo amado: el rostro, el cuerpo, las manos, la mirada, todo lo que fue cuidado con atención durante años es pulverizado y convertido en cenizas en el curso de escasas horas. Violencia a las familias: en los crematorios las familias esperan perplejas las cenizas al lado del crematorio que hace su trabajo a mil grados.

También para Le Guay “la cremación supone una violencia de la destrucción inmediata del cuerpo: no se espera el proceso de descomposición natural y de duelo. Es una violencia inmediata. Violencia simbólica: se borra la singularidad, los signos distintivos. El individuo se convierte en un montón de cenizas. Al golpe de la muerte del pariente o amigo, se suma el golpe de la desaparición del cuerpo convertido en un montón pequeño de cenizas” (p. 102). “Se provoca una desritualización masiva que pide una re-ritualización.  Se trata de separarse del muerto en forma inmediata, grado cero de los funerales” (p.105). 

Antes de abandonar el cuerpo a la muerte, hay que dar cuerpo a la muerte. Se trata de dar tiempo a la muerte: esta densidad de la muerte deja aparecer una prolongación y no una ruptura instantánea, entre el cuerpo vivo y el cuerpo muerto. Tiempo de percepción, de tomar conciencia, de asunción del hecho de la partida, esenciales para un duelo sano y verdadero.

¿Dónde encontrar el origen de este cuerpo infra-físico, este desinterés por el devenir del cuerpo, por este cuerpo pleno de sí y vacío para los otros? Ante todo por el advenimiento de una piscología nueva. Proviene de un ‘subjetivismo afectivo e identitario’ describe Marcel Gauchet y es la expresión típica de una nueva fase del proceso de individualización.

“Gauchet- recuerda el autor- analiza, en treinta años, tres fases de individualización progresiva: a)1980-1990 una fase sociológica, con una suba de valores hedonistas y una desafección ideológica y política. Esta fase remodela las instituciones y los valores establecidos. Su teórico es Lipovetski, autor de la Era del vacío (1982).b) Fase jurídica:1990-2000. Con la aparición de una nueva figura del derecho (del hombre), y con ella, una nueva lógica: la de la transformación social por el derecho concebido como un instrumento de agitación y de predominio de una moral que se desea universal. c) Fase antropológica:2000-2010: caída en lo íntimo y emocional con una nueva definición del individuo desgajado de lo colectivo…intensificación de un subjetivismo exacerbado” (Gauchet, Le Débat, mayo-agosto 2010).

“Aquí se inscribe la cremación en estas tres fases: una remodelación, a partir de los ochenta  de instituciones mortuorias y un rechazo de la autoridad religiosa. Lo normal, ya no lo es. A partir de ese momento aparece la preocupación por la mixtura religiosa, la coexistencia pacífica de prácticas diferentes y el rechazo de estar emplazado en una tradición mortuoria, de hábitos cristianos, de identidades heredadas. Desde entonces, la “opción crematista” corresponde a este paso de lado de la tradición, del “hábito de las cosas hechas siempre de la misma manera”. La inhumación parece tradicional mientras que la cremación parece moderna. La inhumación vendría de una tradición religiosa, mientras que la cremación está fuera del campo religioso y de las prácticas rituales”(p.138).

La cremación viene de afuera (India, Japón) o de lejos (celtas, griegos de Homero) antes de la ligazón cristiana. Ella es moderna, nueva, en ruptura con la herencia. A partir de los noventa aparece un “derecho a la cremación”. No se  trata de estar sólo en ruptura con la tradición, sino de seguir y anticipar la evolución de las costumbres….Los poderes públicos acompañan el proceso. A partir de los 2000 aparece “el deseo de la cremación”.

El autor trae a la memoria cómo “en la segunda guerra la muerte de los judíos pasó de la inhumación a la cremación, para no dejar huellas” (p.141). Realidad que no sucedió con los oficiales polacos de Katyn, como nos relató Wajda en un film admirable.

El “yo” clásico pasó a ser el self psicológico; el individuo metafísico fue fagocitado por un sujeto centrado en su interioridad; se trata de que el sujeto capaz de sentimientos construidos desaparezca en beneficio de un sujeto flotante guiado y orientado por sus solas emociones.

En este clima de deconstrucción de todas las instituciones y de desconfianza frente a la autoridad, la cremación es vista como una deconstrucción del cuerpo por el fuego, como una desconfianza que quema frente al “rostro” – concebido por Lévinas como una responsabilidad de los unos por los otros-, como un suicidio del yo en beneficio del self, como una eutanasia de la responsabilidad por el otro. Si cada uno es responsable de sí, ¿por qué imponer su cuerpo a los demás? (pp.142-3).

“La inhumación supone confianza en los otros, sobrevivientes que se ocupan de mi cuerpo muerto. Confianza también en el futuro, al que abandono mi cuerpo y que debería asemejarse al presente que me abandona. Confianza en la estabilidad del mundo que vendrá y será el guardián de mi cuerpo” (p. 152). El autor muestra que Arendt  pensaba en los sesenta en el rechazo del mundo común que parecía dominar los días, con el rechazo de lo común (interés común, interés en lo común) y una indiferencia completa de los individuos por la comunidad en beneficio de la esfera privada (p.155).

La cremación se ha instalado en nuestro paisaje funerario. La cremación hace desaparecer el cuerpo, desprecia los ritos y tiende a borrar las huellas, aunque sean esenciales (Jean D.Urbain).  “Hay un lazo entre esta fatiga del hombre hasta el agotamiento psíquico y el deseo de ser eliminado de este mundo, de no ser digerido más por la tierra y de dejar la menor cantidad de huellas posibles. Es desprovisto de huellas mortuorias –cajón, tumbas, monumentos funerarios, los mismos cementerios deben desaparecer” (p.168).  Se destaca así una Irrelevancia del cuerpo muerto. En una cultura casi pagana del cuerpo joven y bello imaginario (gimnasios, cirugía plástica, cremas), en esa misma cultura, crece la cremación indiscriminada.

El libro de Le Guay, quizás polémico en exceso, tiene el mérito de poner sobre el tapete un tema bien importante, llamando así la atención sobre un cambio de tradición que conlleva muchos presupuestos antropológicos importantes y graves, no sin relación con el duelo y la negación de la muerte.

Pensemos un epílogo que incluya una mirada teologal que supone el misterio pascual de Jesucristo, su muerte, descenso a la morada de los muertos, y resurrección, y la fe consiguiente en la resurrección final (1 Co.15). Jesucristo vence la muerte y el pecado pro nobis. Por su parte, el canon 1176/3 del Cod. Der.Can. “aconseja vivamente” la inhumación, aunque permita la cremación.

Se trata del cuerpo que ha sido animado por un alma espiritual hasta hace escasas horas. Si soy su hijo, muchas veces el cuerpo del que llevo sus rasgos. Sin desmedro del poder resucitante del Dios vivo, por medio del Espíritu y en Jesucristo, igualmente eficaz sobre unos huesos deshechos que sobre unas cenizas, la inhumación conlleva un respeto especial por el cuerpo del hombre y la mujer, signo de la creación de Dios y llamado a resucitar. Hay una pietas, un cariño personal por los restos de un cuerpo amado,  que son signos de la persona. El duelo que acompaña la inhumación es necesario antropológica, psicológica y teologalmente. Es bueno advertir la frialdad afectiva y técnica, no siempre consciente, que significa el someter a mil grados, disolviéndolo, a alguien con quien he convivido hasta hace horas. Sumamos dolor al dolor.

Supuesta la cremación, hemos de encontrar cómo re-ritualizarla, especialmente en los momentos finales antes de la despedida, antes de la partida al crematorio u horno. Parece bueno, por coherente con la memoria individual que Cristo nos promete, mantener las cenizas en forma individual, y si es posible, enterrarlas. En Alemania y otros países nórdicos las cenizas deben encontrar su lugar en el cementerio, como los cuerpos inhumados (p.190). En caso contrario, peor es dispersar cenizas que un cinerario común en un lugar sagrado.

Concluyamos con Gabriela Mistral, modelo de aquella piedad que evocábamos arriba:

                                                   Lápida filial

                                                   Apegada a la seca fisura

                                                   Del nicho, déjame que te diga

                                                  -amados pechos que me nutrieron

                                                   Con una leche más que otra viva;

                                                   Parados ojos que me miraron

                                                   Con tal mirada que me ceñía;

                                                   Regazo ancho que calentó

                                                   Con una hornaza que no se enfría;

                                                   Mano pequeña que me tocaba

                                                   Con un contacto que me fundía:

                                                   ¡resucitad, resucitad,

                                                   Si existe la hora, si es cierto el día,

                                                   Para que Cristo os reconozca

                                                   Y a otro país déis alegría,

                                                   Para que pague ya mi Arcángel

                                                   Formas y sangre y leche mía,

                                                   Y que por fin os recupere

                                                   La vasta y santa sinfonía

                                                   De viejas madres: la Macabea,

                                                   Ana, Isabel, Lía y Raquel!

 

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