Jorge Adolfo Mazzinghi

            Las letras pueden trazar propuestas que lleven a extravíos; exaltar la perversidad, o peor aún, la tontería y la superficialidad. Pero suelen también ser un buen lazarillo para guiarnos por caminos que conducen a la fe.

            Voy a limitarme a narrar algunos encuentros que confirman esta última posibilidad.

 

  1. I) Cuando era aún adolescente, cayó en mis manos un libro cuya lectura implicó un curioso primer paso. Se trataba de “Los raros”, obra de Rubén Darío, que encontré en los anaqueles de casa de mi abuela, -entre Galdós y Lucio Mansilla, Valera o Espronceda-, y cuya lectura me reveló la existencia de un escritor que no sospechaba, y que aparece, en la pirotécnica prosa del nicaragüense, con un perfil que causó mi asombro y mi admiración. ([1])

 

            El ensayo se llama “El verdugo”, y se refiere a León Bloy, un “raro” a quien le dedica frases que exaltan el fervor y la intransigencia del francés a quien compara con los antiguos profetas, y cuya condena denuncia atribuyéndola al “papado de la mediocridad”.

 

            La figura de este paladín de la Iglesia, me interesó, me atrajo, y me llevó a buscar sus libros, que leí con ávido fervor: “La mujer pobre”, “Le desesperé”, “Le révelateur du globe”, me mostraron una vertiente, para mi desconocida, en la que abrevé con entusiasmo.

 

            Hay frases de Bloy que recuerdo todavía como epigramas, como piedras miliares en el camino de mi fe: “El azar es el dios de los imbéciles”, “todo cuanto sucede es maravilloso”, “la única tristeza es la de no ser santos”.

 

            El contexto en que esas frases están engarzadas, ha sufrido la erosión del tiempo, y mis ocasionales regresos a la relectura no me devolvieron aquel deslumbramiento literario del primer encuentro. Pero la semilla originaria había germinado ya, y me había puesto en contacto con autores espiritualmente vecinos al “desesperado”, como Ernesto Psichari, Stanislas Fumet, Charles Peguy, y el propio Maritain, que es su legítimo descendiente espiritual, a quien, luego de ocasionales eclipses, volví a encontrar, sano y robusto, en “Le Paysan de la Garonne”, que leí a su hora, como quien lee un venerable testamento.

 

  1. II) El conocimiento de los autores que constituyeron la pléyade recordada de los seguidores de Bloy, me llegó a través de mi temprana frecuentación de los Cursos de Cultura Católica, que tan señalada misión cumplieron en el pensamiento de muchos escritores argentinos. A algunos de ellos tuve ocasión de conocer, y a otros de frecuentar con mayor intimidad, y en algunos casos de establecer verdadera amistad, como Osvaldo Horacio Dondo y Miguel Angel Etcheverrigaray, cuya labor literaria es suficientemente conocida.

 

            Entre los primeros, evoco a Francisco Luis Bernardez, -un hombre tímido, con gruesos anteojos de miope-, en quien reconocí a un poeta que encontró en la fe un elemento central de su obra.

 

El hombre suele discurrir entre dos polos opuestos que, sin embargo, lo atraen inexplicablemente: la duda y la certeza.

 

            Hay quienes se instalan en la primera, con aparente comodidad, y hacen de la duda, del escepticismo, un ropaje que, llevado con alguna gracia, hasta puede conferir una cierta aura de intelectualidad.

 

            Los poetas, no son gente especialmente dedicada a aniquilar las dudas ajenas, pues suelen expresar sus propias aventuras espirituales, no siempre exentas de un mayor o menor grado de incertidumbre.

 

            Bernárdez no era un esclarecedor de dudas. Era alguien consciente de su propia esencia, limitada y dependiente, y comprendiéndolo así, estrechaba confiadamente la mano de su Creador, y se aventuraba por los caminos del espíritu, logrando iluminar sus ojos miopes, con una claridad deslumbradora.

 

Al salir de sí mismo, confiando en Otro, encontró respuestas que devinieron, en muchos casos, auténticas certezas.

 

Ejemplo claro de ello es la aventura de “El buque”; la sorprendente aparición en el firmamento de ese navío luminoso, la música que fluye de él y la gracia que permite descifrar el mensaje misterioso que irradia entre su recalada y su partida, y que desentraña en unos pocos versos:

 

 

“Que todavía es hora

de remediar esta ceguera mía,

buscando sin demora

la verdadera vía,

que ha de llevarme el verdadero día”

 

Ese mensaje, sugiere la sed de la redención, y se remonta a su fuente, en una última lira, que revela de qué modo

 

“La claridad humana,

la que viene del barco refulgente

y la de la mañana,

iluminan la mente

con la sabiduría que no miente”

 

Con la sabiduría que es don del Espíritu Santo, cuya presencia aparece, con la certidumbre velada por el misterio, que suele convivir con la nitidez de la palabra de Dios.

 

El tono es más íntimo cuando Bernardez canta a la Virgen, exaltando su infinita piedad por los hombres:

 

“Virgen que favoreces nuestras cosas

con tus imploraciones insistentes,

porque tus manos misericordiosas,

cuando se juntan, son omnipotentes”

 

Son muchas las obras dedicadas a la Reina del Cielo. Quien no recuerda el soneto del dulce nombre, para mencionar sólo uno; pero me parece que la exaltación mariana resplandece en “La doncella”, un poema donde surge con claridad la índole de la persona, cuya perfección no tiene igual en el género humano:

 

“El cuerpo hermoso es un desierto,

Y el alma limpia una ciudad de muchas almas.

Aquel es puro por lo solo,

Y ésta es perfecta por lo muy acompañada”

 

            La tarea asumida para colaborar en la redención de la humanidad que iba a cumplir, nos muestra a “Nuestro Señor pendiente de ella” y prosigue:

 

“Adán oía entre las sombras

y entre las sombras escuchaban los Profetas.

Los pobres muertos, en su patria de polvo y siglos,

esperaban la respuesta.

Cuando la niña abrió sus labios

el paraíso lentamente abrió sus puertas,

y Dios bajó para salvarnos.

al vientre puro de su Madre, la Doncella”

 

            Sería difícil que alguien recorriera estos versos, escritos en el metro bernardiano, y pudiera limitarse a valorar su belleza formal, su síntesis, que resplandece como el enunciado de un teorema. El significado de ese proceso, que con admirable economía de medios canta el poeta, está llamado a involucrar al lector en el fondo de la aventura narrada, porque Bernardez no describe, sino que está adscripto, por la gratitud y por el amor, a esa empresa de redención en la cual, con tan admirable sencillez, la naturaleza humana y la divina se unen en el Seno de la Virgen.

 

            La lectura de estos poemas, me evoca la idea de alguien que siguiera, a través de paisajes amenos, el discurso de un maestro, en el cual resplandeciera la sencillez y quedaran al margen, como situados en otra ribera, las especulaciones teológicas, los razonamientos alambicados, los símbolos indescifrables.

 

            La invitación de Bernardez a recorrer los caminos de la fe, no se parece a los torturados itinerarios que a veces se nos proponen, sino que resplandece en ella una sencillez que nos recuerda la advertencia del Señor, de ser como niños para alcanzar el Reino, que su misericordia nos tiene reservado.

 

            III) Hubo un nuevo hito en mi peregrinar de lector y fue encontrar la clave del máximo poema escrito en tiempos cristianos, cuya lectura he recorrido incontables veces.

 

            Conocía “La Divina Comedia”, sólo a través de algunos fragmentos, oídos, al principio de boca de mi padre, la perfección de cuyo acento –el toscano era su lengua materna- hacía que aquellos versos sonaran como música, y los episodios relatados –Farinata, Ulises o el Conde Ugolino- fueran vividos con épica emotividad, y azuzaran mi admiración y mi compenetración con el acento familiar: “No se quien eres tú, ni con que arte has llegado aquí, mas florentino me pareces sin duda al escucharte”. ([2])

 

            Pasó mucho tiempo antes de que ese conocimiento fragmentario, me indujera a buscar el acceso al entero poema, cuya lectura emprendí disciplinadamente, mas o menos “nel mezzo del cammin de nostra vita”, o sea cuando tenía alrededor de treinta y cinco años.

 

            No voy a relatar los pormenores de ese progresivo avance, no exento de dificultades, que trataba de superar a través de las notas de diversas ediciones. Pero lo importante es que a través de ese recorrido llegué a penetrar la clave central de la creación dantesca, que a veces parece diluida por lo episódico o por el esplendor de la forma.

 

La clave no aparece, por cierto, en las múltiples encrucijadas que el poema narra, porque todas ellas no son sino etapas de un viaje central, cuyo destino es el propuesto a todos los hombres: el encuentro con el Creador.

 

            La selva oscura en que el poeta se encuentra al comienzo del poema, es una circunstancia de extravío, a la cual pocos pueden considerarse inmunes, y que constituye el desafío, frente al cual nace el impulso de alcanzar un diáfano horizonte.

            Dante cuenta, para alcanzar ese objetivo, con la intercesión de María Santísima, quien moviliza para ayudarlo, a Beatriz, la mujer de quien él había anunciado que escribiría sobre ella, lo que nunca había sido dicho sobre ninguna otra.

            El recorrido por el infierno y el purgatorio tiene por fin revelarle al extraviado viajero los males sin remedio del reino del odio y la rebeldía, y los dolores redentores, aliviados por la esperanza, que preparan para el ascenso final, hacia la morada que la misericordia de Dios reserva a quienes lo aman.

            Virgilio es quien sale de su exilio para guiar a Dante por los dos primeros reinos, con la luz de la recta razón, y Beatriz, personificación del conocimiento divino, lo conduce por las santas esferas, y finalmente lo confía a la intercesión de San Bernardo, para que lo presente a la Virgen y lo ponga en la deslumbradora presencia de la Trinidad Beatísima.

            La clave del poema es, como se advierte, sencillísima, ya que expresa la manera de responder al llamado de que todos somos objeto: alcanzar el Reino de la gloria eterna.

            Lo singular del caso, es que aquí es un hombre vivo, quien recorre este camino, y lo hace asumiendo el deber de transmitir a otros su experiencia, para lo cual, en los últimos versos de la Comedia pide que la iluminación divina le permita cumplir tal cometido:

“Oh suma luz que tanto te elevabas

sobre el mortal concepto, da a mi mente

algo de la apariencia que mostrabas,

y haz que mi lengua sea tan potente

que al menos una chispa de tu gloria

pueda dejar a la futura gente,

pues al tornar en parte a mi memoria

y al resonar un poco en estos versos,

más se comprenderá de tu victoria”. ([3])

 

            El propio Dante es un testigo del papel que las letras pueden cumplir como auxilio para acudir a ese llamado.

 

            Así lo muestra en el Purgatorio, cuando se produce el encuentro entre Virgilio y Estacio, y éste le expresa su admiración y su gratitud, fundadas en que fue el estro del primero

-pese a ser un poeta pagano-, quien lo orientó por caminos venturosos:

 

“Hiciste como quien de noche avanza

y a las espaldas lleva luz prendida,

que a él no le sirve y a otros les alcanza.

Cuando dijiste ‹el siglo se renueva,

torna justicia, vuelve el tiempo humano,

del cielo baja una progenie nueva›.

Por ti poeta fui, por ti cristiano,

para que veas mejor lo que diseño,

a colorearlo dispondré mi mano”. ([4])

 

            El misterioso eco de la IV Egloga, que aquí resuena, produce frutos inesperados en los que confluyen el drama de la fe, el esplendor de la cultura y el remanso de la amistad: “Amor, que enciende la virtud, siempre otro enciende” ([5]).

 

Agradezco profundamente al lazarillo que me condujo hasta aquí.

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[1] El gato negro – La Vasconia, Buenos Aires 1896.

[2] “Io non so chi tu sei, ne perche modo / venuto sei quaggiu, ma Fiorentino / mi sembri veramente quanto io t’odo” (Inf. XXXIII-10/12)

[3] O somma luce che tanto ti levi / da’ concetti mortali alla mia mente, / ripresta un poco di quel che parevi, / e fa la lingua mia tanto possente / ch’una favilla sol della tua gloria / possa lasciare alla futura gente, / che per tornare alquanto a mia memoria, / e per sonare un poco in questi versi / più si conceperá di tua vittoria” (Par XXXIII – 67/75)

[4] Facesti como qui che va di notte, / che porta il lume dietro, e sé non giova / ma dopo sé, fa le persone dotte. / Quando dicesti ‹secol si rinnova, / torna giustizia a primo tempo umano, / e progenie scende da ciel nova› / Per te poeta fui, per te cristiano, / ma perché veggi mei ciò ch’io disegno / a colorar distenderó la mano”. (Purg. XXII – 67/75).

[5] “Amore acceso di virtù, sempre altro accese”.

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