Matías Barboza[1]

Como alumno de la Universidad Jesuita del Salvador, área San Miguel, comparto un sencillo testimonio, con la intención de seguir repensando la Universidad Católica como espacio de formación y evangelización.

 

Una experiencia holística…

            Durante el transcurso de tres largos años, mi búsqueda vocacional me iba conduciendo hacia una carrera que me ayudara a repensar mi fe y mi existencia. Buscaba un lugar donde se me invitara a reflexionar sobre la vida, Dios, el cristianismo y la cultura. A través de internet conocí la facultad de los Jesuitas. Decidí anotarme…

            No olvido el día en que fui a rendir el examen de ingreso. A las 7:30 de la mañana comencé el camino hacia San Miguel. Tome la ruta 202, crucé Don Torcuato, campo de Mayo y finalmente llegué. El tránsito era fluido, el tráfico iba en dirección contraria. El camino se iba haciendo más descampado, cada vez se veían menos edificios y algunas zonas verdes se hacían presentes en el paisaje.

            A mi derecha un cartel grande: “Colegio Máximo, Universidad del Salvador” ese era mi destino. Una entrada muy linda, sumamente arbolada, en el fondo un edificio muy grande, antiguo y a la vez lleno de novedad. Una vez adentro del claustro, me acompañaron al aula magna de filosofía atravesando un amplio y bello patio, colmado de arbustos y plantas. Entré al salón, un Jesuita de unos 70 años estaba sentado en el banco del profesor, me entregó un examen.

            Esperaba preguntas de cultura general, quizá alguna sobre filosofía o historia, algo que autorizara mi comienzo en la carrera. Sin embargo, para mi sorpresa, me encontré con un texto del filósofo Julián Marías sobre “La felicidad del ser humano”. El texto era sumamente interesante, no sólo cuestionaba mi razón, sino que también interpelaba mi existencia. Me invitaba no sólo a pensar, a aprender contenidos, a reflexionar sobre ideas, sino a interrogarme sobre mi ser. Este primer encuentro con la propuesta de la universidad, ejemplifica los siguientes años vividos allí. Es signo de lo que en las distintas materias se me invitó a realizar, no sólo adquirir contenidos sino dejar que atraviesen mi vida.

            Decidí titular este primer apartado del testimonio: “una experiencia holística”. Estas palabras intentan recoger la complejidad de lo vivido durante estos años. Este tiempo ha atravesado todo mi ser, mi forma de pensar y de acercarme a la realidad, pero también mi forma de vincularme conmigo mismo y con Dios, de sentir, de buscar, de rechazar y de amar. Mi espiritualidad y mi afectividad también fueron transformadas por esta experiencia.

            La universidad no fue un simple lugar en el que se me ofreció la información  necesaria sobre determinados temas. Los contenidos eran propuestos como invitación a la reflexión y buscaban también movilizar a toda la persona. La evangelización no se dio solamente desde un ofrecer ideas y valores cristianos, sino que cada contenido me interpelaba y comprometía mi interior en la búsqueda de la verdad.

            La universidad fue un lugar donde pude percibir que toda de mi persona se desplegaba, tanto mi intelectualidad como mi espiritualidad y afectividad. Todas las dimensiones del ser humano estaban puestas en juego a la hora de aprender. Esta experiencia tan intensa, me permitió descubrir el fundamento de esta concepción de la educación. Se sostiene en una antropología holística que se ve reflejada en el concepto de “espiritualidad encarnada”, presente en cada clase de teología.

Una crisis…

            Recuerdo una clase, estaba sentado en uno de los primeros bancos. Comenzamos leyendo con el profesor algunos pasajes de diversos escritos de Nietzsche. El tema era: “Dios ha muerto”. Yo escuchaba con profundo interés y a la vez conmoción la fuerte crítica nietzscheana sobre diversos aspectos de la filosofía occidental y la religión cristiana. El profesor, un joven Jesuita, nos invitaba a descubrir cómo muchas veces las distintas críticas de Nietzsche podían provocar en nosotros una conversión hacia el Evangelio. Según esta mirada, Nietzsche, un ateo radical, tenía algo que enseñar sobre espiritualidad, sobre el vínculo del hombre con Dios. Sus palabras resonaban en mi interior, su crítica a una moral desencarnada, que olvida el aspecto dionisíaco del hombre. Su férrea reprobación a una fe que censura la reflexión seria sobre las grandes cuestiones existenciales del ser humano. Su indignación con un Dios que se ha transformado en la contradicción de lo humano en lugar de ser su eterno sí.

            Con esta pequeña anécdota, intento ejemplificar la crisis producida en mi camino universitario. La universidad fue lugar de desequilibrio, de ruptura, de proceso. Quizá esta crisis tuvo que ver con la libertad de pensamiento que allí me propusieron.

            No se veían murallas entre el mundo postmoderno y la universidad, aquellas que muchas veces yo como cristiano tenía. Había un encuentro con el mundo y la cultura actual, un diálogo profundo, muchas veces fecundo y otras veces conflictivo, pero la propuesta era siempre dialogar. Esta libertad me invitaba al cuestionamiento y al “aggiornamento” tantas veces anunciado en nuestra Iglesia. Repensar la historia del hombre y su situación actual y desde allí encontrar propuestas para construir un mundo más cercano al Reino.

            Esta vida en libertad me interpelaba, rompía mis barreras, esquemas y estructuras. ¡¡El viejo edificio estaba vivo!! Dialogaba con la cultura sin miedo y proponía una manera original de evangelizar. Esta libertad poco a poco me liberaba para reflexionar existencialmente como cristiano postmoderno e intentar responder con todo mi ser a las necesidades actuales.

            En cuarto año me encontré con la filosofía latinoamericana, con el redescubrimiento de mis propios orígenes y fundamentos, con las categorías de “pueblo”, de “estar”, de “liberación”. Algunos pensamientos hacían vibrar mi interior, y me permitían descubrir que yo formaba parte de esta cultura latinoamericana y que mi reflexión partía desde este contexto. Un contexto periférico en el que no era posible olvidar a los periféricos, a los marginados. Ellos también tenían algo que decir a la reflexión filosófica y teológica. Y su liberación era un deber para aquellos que deseaban encontrar la verdad y a Dios. La liberación del hombre debía ser uno de los fines fundamentales de la filosofía y de la teología, la liberación en todas sus dimensiones: intelectual, espiritual, pero también material.

            Esta propuesta me exigía una conversión. Iniciaba así un proceso que cuestionaba mi identidad cristiana, mi forma de hacer filosofía y teología. Me invitaba a madurar, a salir del ensimismamiento religioso y filosófico para redescubrir la importancia de la alteridad y su vínculo estrecho con mi ser personal.

 

Una profundización…

            Mientras cursaba un seminario sobre “modelos trinitarios del siglo XX” el profesor nos propuso estudiar Pannenberg. Uno de los alumnos fue el encargado de preparar la exposición sobre este autor. La clase fue profundamente interesante, el profesor había introducido el tema y a medida que avanzaba la presentación hacía explicaciones sobre su teología. Lo que más llamó la atención de los que estudiábamos fue la intención del autor, él deseaba explicar la Trinidad ya no con los conceptos tradicionales de sustancia y persona sino con un modelo extraído de la ciencia actual, el modelo atómico. Pannenberg demostraba que ciertos aspectos del Dios trino pueden comprenderse mejor a través de este modelo científico. Afirmaba que la ciencia actual ofrecía a la teología un “logos” más oportuno para profundizar en su “teo”. No viene al caso desarrollar su teología trinitaria ni discutir la validez de esta propuesta, pero sí detenerse en la intención: descubrir que la cultura en la que vivimos posee nuevas categorías que pueden tener mayor capacidad de penetrar en el misterio de la verdad.

            Este pequeño ejemplo intenta mostrar la invitación a profundizar que me hizo la universidad. En el anterior apartado comentaba la crisis que viví por haber entrado en diálogo con la cultura al estudiar. Este camino, sin embargo, no queda en una crisis, en una deconstrucción, sino que la ruptura de estructuras de pensamiento abre la posibilidad de una construcción de nuevos modos de mirar la realidad. Es desde aquí que se va componiendo una identidad cristiana. La identidad se desarrolla profundizando el diálogo auténtico y sin barreras con la cultura y adquiriendo nuevas herramientas para acceder a la verdad. Es necesaria la capacidad de discernimiento, la capacidad de descubrir signos en los tiempos, de encontrar la presencia de Dios, la presencia de la Verdad en la actualidad.

            Otro aspecto sustancial en esta búsqueda de la identidad católica han sido las figuras o modelos cristianos que existen en la universidad. Trabajan allí personas comprometidas en esta tarea, ejemplos que se destacan por su cercanía, su sabiduría existencial, su mirada complexiva de la realidad y su praxis evangélica. Éstos ayudan a avanzar, indican el sendero a seguir, y en la crisis permiten continuar el camino porque abren la esperanza de crecer en la comprensión y descubrir nuevos modos de escuchar la verdad.

           

 

Un proceso…

            La universidad tiene una biblioteca sumamente rica en libros de diversos autores, épocas y temáticas. Llegan por semana unas diez ediciones nuevas de revistas internacionales sobre filosofía y teología. Este espacio es continuamente utilizado por directores, profesores y alumnos de todos los años de la carrera. Hace unas semanas entré en ella para buscar un libro, luego de que el bibliotecario me lo acercara me dirigí hacia uno de los sectores de lectura. Allí encontré al Rector de la Universidad sentado leyendo. Me ubiqué en una de las mesas donde había otros alumnos y permanecí allí alrededor de una hora. El rector siguió allí estudiando, leyendo, profundizando, investigando. No sucedió nada fuera de lo común, simplemente esta experiencia fue un pequeño signo de lo que la universidad me ha invitado a vivir. La búsqueda de la verdad será trabajo permanente y es por eso que la investigación es parte esencial de una universidad. El título de licenciado es solamente el comienzo de un proceso que durará toda la vida.

            La universidad, como hemos dicho, ha sido para mí lugar de experiencia donde toda la persona debe desplegarse, espacio de crisis porque dialoga con las situaciones actuales y sus problemáticas, búsqueda de profundización en una identidad cristiana que responda a las verdaderas necesidades de los tiempos que corren, y dentro de esta búsqueda, ámbito de investigación. La verdad que anhela el ser humano está mediada por la historia y por lo tanto siempre será proceso. El tiempo nos atraviesa y nos acompaña en este itinerario y es responsabilidad de las instituciones católicas el ponerse en camino. Greshake dirá:

Mientras todos los caminos de Dios a los hombres y de los hombres a Dios no hayan desembocado explícitamente y se hayan integrado a aquel que dice de sí mismo “yo soy el camino”, subsiste en el cristianismo un “cisma” y un “abismo”. Por esa razón existe un “todavía no” de la Iglesia y de la verdad cristiana”[2].

            Mientras los caminos hacia Dios no hayan confluido históricamente en la persona de Jesús, quedará como tarea para toda universidad católica la búsqueda constante y apasionada de la verdad. Las facultades Jesuitas de San Miguel me han dado el ejemplo y el impulso para buscar en forma ininterrumpida la verdad, que no es ni más ni menos que el encuentro y la adhesión con una Persona. Mi deseo es ponerme en camino.

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[1] Licenciado en Filosofía, Bachiller y licenciando en Teología, San Miguel, facultades jesuitas. Casado, una hija.

[2] Gisbert Greshake , El Dios uno y trino, Herder, 2001

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