2013 NoviembreRito y ritualidadSociedad

Los jóvenes y la ritualidad

Diálogos COMMUNIO

El mes pasado tuvo lugar en el ámbito de Communio Argentina un diálogo sobre la situación actual de los jóvenes en relación a los ritos. El tema surgió en el contexto de la preparación de este número especialmente dedicado al tema. Sin duda, los ritos siempre han formado parte de la cultura humana. Sin embargo, los cambios que hoy experimentamos en la sociedad nos llevan a preguntarnos en qué medida los nuevos estilos de vida y las nuevas formas de relación entre los jóvenes están transformando la realidad siempre presente de los ritos. Por otro lado, desde el punto de vista de la dimensión litúrgica de la Fe, la pregunta que surge es si las nuevas formas de ritualidad juvenil  tienen elementos en común con la ritualidad religiosa en general y con la ritualidad católica en particular, pudiéndose reconocer momentos de colaboración mutua o de conflicto. El diálogo mantenido entre Andrés Di Ció, Francisco Bastitta, Matías Barboza y Adolfo Mazzinghi  que reproducimos a continuación, nos introduce así al tema de las nuevas formas de ritualidad juvenil y a sus relaciones con la ritualidad religiosa católica.

 

¿Existen en la actualidad acciones rituales en los ámbitos en que se mueven  los jóvenes? ¿Cuáles les parecen las más significativas?

 

Andrés Di Ció: Todo lo que rodea al deporte tiene mucho de ritual: tanto antes como después de la competencia. Ahí las cosas tienen tiempos y modos establecidos, que van incluso más allá del reglamento oficial pero que se respetan porque hacen a la mística. Son los pequeños detalles los que realzan el juego y ayudan a entrever su carácter simbólico. Porque el deporte tiene su dimensión dramática que espeja el misterio mismo de la existencia. Últimamente las salidas a bailar vienen precedidas por una “previa” de dudosa reputación. Ahí hay una impronta ritual muy fuerte: antes de salir nos juntamos todos y juntos esperamos “la hora” (cf. Jn 2-Jn 13). Otros momentos serían: el viaje y la fiesta de egresados, el “escrache” cuando uno se recibe en la universidad, la despedida de soltero.

 

Francisco Bastitta: Pensando en estos distintos espacios rituales que plantea Andrés, se me ocurre que podrían distinguirse, de manera muy general, dos modalidades de ritos entre los jóvenes: una más impersonal y masiva, la otra más íntima y personal. Aunque las dos se realicen en grupos, la primera tendería a borrar los límites individuales y a la masificación; la segunda, a conectarse desde lo propio y a compartir en reciprocidad. Jean Vanier hace una distinción muy reveladora entre lo que es una fiesta (party) y lo que significa una celebración. En una fiesta hay diversión y esparcimiento, incluso alegría y confianza, pero no hay verdadera comunión. La celebración, por su parte, implica la apertura de los corazones, la fragilidad expuesta, la mutua comprensión, y con ellas una comunión y un gozo indescriptibles. Creo que un mismo evento, digamos, la formación de un equipo deportivo o una despedida de soltero, puede tender hacia una u otra modalidad.

Matías Barboza: Cada uno de los ejemplos presentados por Andrés los experimento muy de cerca como profesor de una escuela secundaria. Concuerdo con Francisco que estos espacios rituales tienen  la posibilidad de acercarnos a un encuentro verdadero o hacernos perder entre medio de la masa. Quisiera añadir que muchos de estos ritos están vinculados con la experiencia profundamente humana de cerrar una etapa de la vida y abrir una nueva. Pienso sobre todo en el fin del colegio secundario, en el recibirse en la universidad o en el fin del estado de soltero. Los ritos que se realizan en torno a estas situaciones existenciales pueden muchas veces colaborar para que la persona viva ese tránsito de una manera más plena y armónica. Doliendo por aquellas cosas que ya no estarán más en su vida y abriéndose a la esperanza de lo que vendrá.

 

Una de las actividades en la que más apasionadamente participan los jóvenes son los recitales. ¿Qué características rituales es posible encontrar en ellos?

Andrés Di Ció: Los recitales tienen que ver con la ritualidad, ante todo, por su faz artística. Toda puesta en escena supone un rito porque es una celebración, un encuentro que va más allá de lo ordinario. Ahora bien, sobre esta ritualidad básica, hay elementos propios de los recitales que varían según los públicos.

 Un elemento a destacar, aunque no en todos los recitales, es el de los “teloneros” o grupos soporte. Ellos animan la espera y ayudan a generar el clima necesario. Es como una maduración del climax. Los bises también tienen algo de ritual. Es una despedida acordada, que no termina abruptamente sino que se hace desear. En ello hay un juego pautado: el artista se retira del escenario pero todos saben que volverá. En fin, todo el recital es una gran celebración “presidida” por los músicos.

 

Francisco Bastitta: ¡Fanaticus en Roma era el que asistía al templo (fanum)! El espectáculo y el rito están íntimamente vinculados desde el principio. No olvidemos que el teatro en Grecia nace de las celebraciones religiosas. Y de modo análogo en otras tradiciones. Coincido en que los recitales de rock en nuestros días son los que más claramente actualizan los grandes rituales de la Antigüedad y de diversas culturas. Me impresiona en especial la función catártica de la música, la danza, los movimientos de brazos, los cantos y los gritos, muchas veces con los ojos cerrados, como en trance. Se recurre en ocasiones al alcohol y a las drogas para producir la desinhibición y el sentimiento de euforia y de éxtasis. En esa unión fusional entre los intérpretes y sus fanáticos, o más bien de todos con la música y el ritmo, se exteriorizan y canalizan muchas fuerzas emocionales y psicológicas. Son las mismas fuerzas que incluso hoy intentan liberarse y purificarse en los ritos tribales y chamánicos, que utilizan muchos de los mismos recursos.

 

Adolfo Mazzinghi: El concierto de rock tiene a mi juicio una vinculación muy estrecha con la tragedia ática original. Esto lo descubrí cuando leí el “Nacimiento de la Tragedia” de Nietzsche, donde describe aquellos primeros festivales dionisíacos, repletos de música, de participación popular y también de sustancias potenciadoras de los sentidos. Tuve la sensación de haber estado allí. La tragedia, como la vivimos hoy, rígida por los siglos y por el pesado barniz del clasicismo, en nada se parece a aquella experiencia primigenia. Del mismo modo que las blancas ruinas de los templos que encontramos hoy en día, y que la arquitectura “clásica” de todas las épocas pretende imitar, están lejísimos de aquellos templos vívidos y multicolores que poblaban las acrópolis griegas.

La relación entre el “concierto de rock” y la ritualidad en general no es algo que se da de manera automática. No todos los conciertos de rock por sí mismos alcanzan una dimensión ritual. Esta es privilegio de algunos pocos y emana a mi juicio de un modo particular de vinculación entre el público y los artistas. La ritualidad, para llegar de alguna forma a acercarse al fenómeno religioso, exige ciertas normas.

Dentro de esas normas me parece fundamental una valoración que podríamos llamar épica de la propuesta artística. En general, lo que se presenta claramente como un producto comercial, generado desde la industria del entretenimiento, consigue fuertes adhesiones, incluso un fanatismo momentáneo, pero sin llegar a alcanzar el espesor ritual, con connotaciones próximas a lo religioso. En este sentido, por el contrario, las propuestas que se presentan como opuestas a las tendencias predominantes hoy en día,  son capaces de generar el tipo de vínculo que acerca lo ritual a lo religioso. Lo ritual tiene también una dimensión como aquello que se afirma frente a la adversidad.

En este sentido, parece importante la categoría de “seguimiento” que implica este tipo de vínculo, hasta ampliarlo a la categoría de ritual. El “seguir” al artista implica un abandono del ámbito de lo cotidiano, del espacio normal de la vida para dirigirse hacia otro al cual se es convocado. Se “peregrina” hacia el concierto y se acampa en las cercanías, lo cual permite el nacimiento de un sentido comunitario. Así nacen los “rituales” que preceden al momento ritual propiamente dicho: el intercambio de anécdotas, el ejercicio de la memoria, el refuerzo de vínculos que nacen a partir de las experiencias compartidas en otros escenarios, el intercambio de “reliquias”, que con su materialidad dan fe de la pertenencia y son testimonio del pasado (la remera, la bandera, “el trapo”).

 

 

¿Qué similitudes pueden ver entre las acciones rituales de los recitales y la liturgia católica?

Andrés Di Ció: Los recitales de Los Redondos[1]son verdaderos rituales, implican una liturgia. Quizás no tanto por las acciones en sí mismas sino por la mística en juego. En este caso el recital es mucho más que una función musical, es una expresión de pertenencia. Porque escuchar a Los Redondos implica adoptar una línea de pensamiento y códigos de vida: la vía alternativa, una jerga específica poblada de neologismos crípticos, una filosofía de la calle, el discurso anti-marketing o anti-sistema, cierto desprecio a la cultura pop, etc. Los seguidores del grupo se autodenominan ricoteros  y constituyen “las bandas”. Estas bandas se caracterizan por seguir de manera incondicional a los músicos, demostrando una fidelidad muy por encima de la que exhiben los seguidores de otros músicos. Esta fidelidad se pone a prueba de manera especial en los recitales, donde se “inicia” y se “actualiza” esa pertenencia. El lenguaje eucarístico no es ocioso, ya que los recitales reciben el nombre de misas ricoteras. La primera prueba consiste en asistir al recital que, a diferencia de otros casos, son muy esporádicos y generalmente en lugares apartados (ejemplo: Uruguay 2001). Como sea, hay que estar, hay que validar la pertenencia. No hacerse presente refleja una falta de compromiso, un descenso, una suerte de autoexclusión. La cuestión del “aguante” revela prioridades, saca a la luz identidades desenmascarando pseudo-ricoteros. Por otra parte, no se trata simplemente de ir. Hay que saberse las letras y cantar. Se exige una compenetración, una participación consciente y activa; algo semejante a la actuosa participatio del Vaticano II (SC 14;19). Estar allí como espectador curioso, no como protagonista, es tomado en líneas generales como una ofensa, casi diríamos una profanación. Por eso dicen que hasta puede ser peligroso.

 

 

Adolfo Mazzinghi: Los inicios del cristianismo poco se asemejan a estas experiencias multitudinarias y festivas. La ritualidad cristiana nació en las reuniones pequeñas y en celebraciones íntimas, signadas, además, por la clandestinidad. El cristianismo también se manifiesta en su máxima expresión sacramental, la Eucaristía, como un encuentro íntimo que de alguna forma se opone a lo masivo. Me parece que en este sentido la relación entre masividad y ritual cristiano presenta una relación compleja y tiene inconvenientes difíciles de superar. Lo íntimo y lo popular, en sentido cuantitativo, parecen no llevarse bien. Sin embargo, la ritualidad cristiana –y católica en particular– ha hecho esfuerzos para mantener vivas ambas dimensiones.

Un esfuerzo logrado en este sentido aparece sobre todo en la Edad Media. Se trata de las procesiones, grandes fiestas populares que siempre han sido un modo excelente de manifestación ritual masiva. La procesión tiene, además, la ventaja de su movilidad, lo cual permite un doble registro de la participación, tanto el que acompaña a la imagen cómo el que espera su paso. El hecho de un escenario fijo y lejano donde se celebra el rito, siempre ha sido un problema para la participación. También el Barroco, un período que tiene muchos puntos en común con la Edad Media, es una época fructífera en cuanto a lo ritual cristiano. Época teatral por excelencia, el Barroco en su festividad masiva tiene puntos de contacto muy estrechos con nuestra posmodernidad.

Un aspecto importante que acerca el ritual “rockero” a la experiencia religiosa, fundamentalmente cristiana, es la transversalidad social que ésta pone en movimiento. Una de las cosas que asombraban a la sociedad, cuando salieron a la luz las primeros comunidades cristianas, fue que la participación en los ritos no expresaba diferencias sociales ni tampoco de sexo. El concierto de rock, cuando el artista alcanza un cierto nivel de seguimiento ritual pone en juego mecanismos similares, y tiende a derribar las diferencias sociales y culturales del público que asiste. En esto se diferencia claramente de otras disciplinas artísticas musicales, como por ejemplo la ópera, donde el teatro, con su arquitectura estratificada, es un modelo bastante elocuente de la distinción de clases.

Por otro lado, la ritualidad exige repetición, esta es la fuerza que estructura el rito, como el ritmo en la música. Esa repetición esencial del rito cuando pasa al ámbito religioso se cristaliza en la liturgia, donde adquiere su forma más o menos definitiva. Esto ocurre de modo similar en el ámbito de los conciertos de rock, donde las propuestas que alcanzan espesor ritual sufren un proceso similar. La repetición del inicio y del final, la calculada participación del público (el hit), las coreografías, los momentos de lucimiento del artista. Cuando el concierto alcanza dimensión ritual, quien asiste lo hace sabiendo con mucha precisión lo que va a recibir. Se podría decir que a mayor ritualidad, el espacio para la novedad se reduce.

A pesar de las similitudes apuntadas, trasplantar la experiencia ritual del ámbito del rock hacia lo religioso parece ser una posibilidad compleja y temeraria. Subsiste entre ambos una diferencia sustancial que se expresa en la oposición de fondo de ambas realidades. El rock tiene una ritualidad que apunta a la masividad, en el sentido de la pérdida parcial de la individualidad en favor de vivir una experiencia común. El rito católico, si bien no desdeña lo masivo en su dimensión cuantitativa, y a pesar de apoyarse ciertamente en una experiencia comunitaria, apunta siempre a un encuentro íntimo y personal. Como en la tragedia ática original, el rito de tipo rockero busca que la personalidad se diluya y se disperse. La ritualidad cristiana busca, en cambio, lo contrario: que la persona se afirme, a través de la comunidad, y a partir del encuentro con el Señor.

Los límites que impone la hiper-masividad a la ritualidad católica me parece que se vieron expresados con claridad en la reciente Jornada Mundial de la Juventud, en Río. La participación de la mayoría de los que asistieron allí, realizada a través de una pantalla, no se diferenciaba mucho de la que yo tuve desde mi casa. Incluso resultaba hasta cómico el esfuerzo por agrandar los elementos que componen el ritual de la misa. Por más grande que sean, la patena o el cáliz deben responder a la escala humana del sacerdote y por lo tanto su tamaño siempre resultará insuficiente para millones de personas. El espacio impone la tiranía de las dimensiones, de las cuales está liberado el tiempo, es decir, la música. En este sentido, el rito del rock será siempre más eficaz que el rito cristiano. La música, como enseña Schopenhauer, es una representación sin representado, y esa es su ventaja por sobre la representación visual que depende del espacio y sus dimensiones.

 

Matías Barboza: Es sumamente interesante y sugestivo el recorrido histórico que hace Adolfo sobre rito y Cristianismo. Es cierto que la masividad es más cercana a la Palabra que puede ser escuchada, que al Cuerpo que puede ser visto, tocado y comido. El rito cristiano tiene ambas dimensiones y estas tienen igual importancia.

            Por otro lado, pienso que sería muy posible pensar las cuatro liturgias de la celebración eucarística actual (liturgia de la reunión, liturgia de la Palabra, liturgia de la eucaristía y liturgia de la misión) en relación con las liturgias que los recitales tienen. La liturgia de la reunión se ve clara, como decía Andrés, en esa invitación a crear un clima especial que nos ayude a disfrutar del recital a través de un grupo telonero o de una primera canción que anticipe con intensidad lo que vendrá. Existe también una liturgia de la palabra que es escuchada y meditada. La liturgia de la eucaristía se hace presente en las entregas que se realizan de parte de los músicos y del público. Y por último, pareciera existir una misión, como decía Andrés en el caso de los ricoteros, hay una exigencia de adoptar cierto tipo de pensamientos y de estilo de vida.

¿Por qué, muchas veces, es tan difícil para los jóvenes disfrutar la liturgia católica o celebrar en ella?

Francisco Bastitta: Creo que llevar a la práctica el carácter propio de la liturgia cristiana se ha hecho muy difícil. Al intentar distinguirse de las ritualidades paganas, acusándolas de impuras o carnales, las celebraciones parecen haberse deshumanizado, vaciado de pasión, de corporeidad y de ternura. Frente a estas consecuencias, la tendencia opuesta, a imitar sin más las formas y contenidos de los ritos populares, puede indudablemente acercar a mucha gente, pero corre el riesgo de volverse superficial e incapaz de transmitir el mensaje y la presencia de Jesús. Jóvenes y adultos, ministros y laicos, quedamos muchas veces atrapados en estos dilemas. Pero los jóvenes suelen ser más sensibles y rebeldes frente a la incoherencia de los adultos.

Matías Barboza: Me quedo pensando en lo que propone Francisco, y concuerdo con él en que muchas veces experimento un rito deshumanizado en nuestra liturgia, vaciado de corporeidad y creo que responde a una espiritualidad que se aleja de las pasiones, de los deseos, de los sentimientos, de la sexualidad. A la vez pienso que una liturgia cristiana desencarnada parece un absurdo porque ésta surge desde la encarnación.

Por otro lado, este conflicto que vemos en los jóvenes no es nuevo, el Concilio Vaticano II parecía ver algo parecido hace 50 años. Existió un hondo interés en revitalizar la liturgia cristiana dándole mayor participación a los que la celebran. Cuando celebramos misas en los colegios en los que trabajo, una y otra vez descubro que los jóvenes no se sienten protagonistas de esa liturgia. Están allí como si vieran un espectáculo que no entienden o que les es ajeno. Y muchas veces esos mismos jóvenes son profundamente comprometidos con su fe, coordinan grupos de confirmación, participan en misiones, etc. Pienso que una mayor participación, el sentirse más protagonista en la celebración podría ayudar mucho a que el joven disfrute y viva con compromiso y entrega la ritualidad cristiana. Existe aún bastante camino por recorrer para acercarnos más al deseo del Concilio.

 

 

 

Existen entre los jóvenes actuales acciones litúrgicas paralelas a las tradicionales de los siete sacramentos. Entre ellas podemos mencionar: adoraciones eucarísticas, caminatas a diversos santuarios, etc. ¿Por qué les parece que muchas veces eligen estos espacios litúrgicos con mayor compromiso que los tradicionales?

 Andrés Di Ció: Está claro que los sacramentos no son comprendidos en toda su riqueza. No digo sólo teológicamente sino sobre todo a nivel existencial. Por una parte, falta una catequesis mistagógica; por otra, no siempre se da la disposición necesaria para “entrar” a fondo en el misterio. El rito, cualquiera sea, pero sobre todo el sacramental, exige un compromiso generoso.

 Creo que los espacios de ritualidad no sacramental atraen más por su carácter extra-ordinario, en un doble sentido. Peregrinar a Luján es algo excepcional en el año; tanto por la frecuencia como por la calidad del acontecimiento. Las adoraciones eucarísticas en cambio, aunque sean semanales, son extra-ordinarias en el sentido que no se atan a un rito preestablecido. Dentro de su esquema básico y limitado permiten una gran libertad: puede primar el silencio o los cantos, la oración espontánea o las lecturas bíblicas. Esa flexibilidad, incluso temporal, acerca a muchos, ya que la progresión no es tan nítida como en la Misa.

Pienso que existen además otros motivos para que en ciertos ambientes, no todos, las adoraciones eucarísticas encuentren amplia adhesión. Ante todo, ofrecen un ámbito de silencio y también una presencia: la presencia. No es poco en un mundo de aturdimiento y soledad. Por otra parte, la dimensión simbólica es un punto fuerte. Sobre todo la luz juega un papel decisivo. Aquí veo que algunos prefieren rezar desde la penumbra, casi como escondidos. Probablemente esos detalles hablen más de lo que ellos mismos supongan. Evidentemente, estos espacios hacen posible el encuentro con Dios. Con todo, hay que estar atentos a ciertos desvíos: a) que no degenere en una piedad intimista –lo que puede darse en medio de una multitud-; b) que no se caiga en una piedad pseudo-ritual, donde la superficialidad se suple con novedades.

 

Matías Barboza: Uno de los puntos más importantes por los cuales los jóvenes se encuentran más a gusto en este tipo de rituales es la libertad. En un seminario sobre Sacramentos y antropología se generó un debate sobre esta cuestión y se vio claro que en la postmodernidad el poder actuar según mis criterios, sin tantas normas y restricciones es sumamente valorado. El joven, en una adoración eucarística se siente más a gusto porque es un espacio en donde puede decidir qué hacer: pararse, sentarse (incluso en el piso), arrodillarse, cantar, permanecer en silencio, cantar, escribir, leer, salir afuera para conversar con alguien de su comunidad, etc.


Francisco Bastitta: Yo lo pude comprobar de manera muy patente en retiros espirituales y en misiones con jóvenes. La práctica de algunos sacramentales como la mutua bendición, la adoración eucarística, el lavatorio de pies, el abrazo de la paz y otras formas diferentes de oración conmueven profundamente a los que participan en ellos. Creo que la clave es que permiten a los jóvenes experimentar en carne propia las actitudes y las palabras de Jesús en el Evangelio. Allí se hacen presentes las cualidades más humanas del Nazareno, las mismas que revelaron su divinidad a sus discípulos: su llamado, su compasión, su ternura, su intimidad, su celo, su entrega, su amor hasta el extremo. Por supuesto que todas estas cualidades pertenecen por excelencia a la celebración de los siete sacramentos. Pero quizás se ven opacadas en algunos casos por la formalidad o solemnidad del rito, y a veces la ‘distancia’ humana y espiritual entre el celebrante y los fieles.

 

Alberto Espezel: Se inmiscuye en el diálogo un “no joven”. A partir de lo  comentado , yo subrayaría la primera dimensión descendente del rito cristiano. Un documento ecuménico muy importante de diálogo con Oriente dice que todo el rito cristiano es “epiclético” (que invoca al Espíritu Santo). De modo que el protagonista principal del rito cristiano es el Espíritu de Jesucristo, y todos los demás somos protagonistas segundos, muchas veces incapaces de abrirnos a su acción por mil razones. Pero el rito cristiano es primero un don, un regalo descendente (que procede de la encarnación), luego,  es respuesta de alianza al don de Dios. El gran desafío actual es el de lograr la apertura dialogante y comprensiva al don primero, para que pueda abrirse la puerta al protagonismo segundo de los participantes. El misterio y la creatividad principal del Espíritu guían el rito cristiano y promueven nuestra creatividad segunda.

 

 


[1]Patricio Rey y los redonditos de ricota.

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