2014 JunioEspiritualidadSalud

De la naturaleza a la gloria, la gracia de la enfermedad

Mons. Jean P. Batut

 

Yo no temo al ladrón…..Yo lo veo desde lejos,

Y me cuido mucho de no gritar: «¡Al ladrón!»                                                                

(¡¡Atrapad al ladrón!!).

Al contrario, yo lo llamo diciéndole: «¡Por acá: por acá!»

(Sta. Teresa del Niño Jesús, «Conversaciones Póstumas»).

 

 

«No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos….No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,13). Palabras  sin ambigüedad: ya que Jesús viene hacia los hombres como médico (iatros), es contradictorio  acudir a Él  si uno cree estar sano. Se corre el riesgo de recibir la respuesta destinada a los fariseos: «no he venido para vosotros».  Recibir a Jesús y ser llamado por El supone reconocerse enfermo. La ocurrencia del Doctor Knock: «las personas saludables son enfermos que no se reconocen como tales»,  es más seria de lo que parece. Nos hace entrar de lleno en la paradoja de la vida humana que otro humorista definía de manera trivial como » una enfermedad  mortal sexualmente transmisible».

Si la enfermedad es cosa seria no es por su mayor o menor gravedad sino porque ella nos pone ante la evidencia de la fragilidad y la brevedad de nuestra vida y nos obliga a posicionarnos delante de Aquél que es la Vida: «Los médicos no te curarán porque al final morirás: soy yo el que cura y vuelve el cuerpo inmortal»[1].  Esto que Pascal hace decir a Jesús remite a la pregunta que Jesús hacía a la hermana de Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y el que crea en mí  no morirá  jamás, por toda la eternidad.  ¿Crees esto?»  (Jn 11,25-26)[2].

Hablando de la enfermedad somos remitidos inmediatamente a interesarnos en la muerte. Esto no nos debe sorprender: si la razón de ser del médico es intentar devolver al enfermo la salud en esta vida, el creyente, el filósofo, e incluso el enfermo no pueden escapar a la cuestión de la salvación en esta vida y más allá de ella.  La etimología común de los dos términos  “salud» y «salvación», atestigua que ambas tienen en común la preocupación del hombre por escapar de los peligros que lo amenazan y que esta preocupación no se limita al horizonte de la felicidad terrestre.

Pensemos en la mujer que habiendo recorrido numerosos médicos y cuya salud no ha hecho más que empeorar y que se acerca a Jesús para tocar su manto (Mc 5,25-28). Si ella esperaba de los médicos la curación, esta vez no es solamente esto lo que ella espera. El pensamiento que la ocupa ahora es  -» si yo toco sus vestiduras seré «salvada« (Mc 5,28) – muestra que la salvación se ha tornado para ella más vital que la salud. Esto permitirá a Jesús,  dándole una, darle también la otra: «Hija mía, tu fe te ha salvado; vete en paz y quedas curada de la enfermedad que te hace sufrir» (5,34).

Poner la salvación sobre la salud, y considerar al pecado más peligroso para la humanidad que la enfermedad puede parecer extraño en el mundo de hoy en el que la salud representa para tantos de nuestros contemporáneos un valor absoluto. La ideología de la salud a cualquier precio ha hecho progresos apabullantes hasta traducirse en reglamentaciones cada vez más minuciosas y en procesos cada vez más frecuentes contra los médicos que han tenido la desgracia de equivocarse en su diagnóstico, en su prescripción o en una operación practicada sobre el paciente. Si Philippe Murray hubiera vivido más tiempo tal vez hubiera hecho continuar su  “homo festivus»  por el «homo prophylacticus» que hubiera representado el último punto de la evolución. Ya escribía Nietzsche pensando en su  «último hombre»: «La gente tendrá su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche pero honrará  la salud» [3].

Registro experiencial de la  enfermedad.

Yendo contra la corriente de este espíritu de la época, ¿hay que llegar a ver en la enfermedad el estado normal del hombre?  El Catecismo de la Iglesia Catolica  afirma que «la enfermedad y el sufrimiento han estado siempre entre los problemas más graves que experimenta la vida humana»,  pero en lugar de pronunciarse de lleno sobre la normalidad de la enfermedad,  invita a considerarla desde el ángulo de la  experiencia: «En la enfermedad, el hombre tiene la experiencia de su impotencia, de sus límites, de su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte»[4].

Lo propio de la experiencia es confrontarnos con la realidad: la realidad en este punto es nuestra fragilidad y nuestra finitud ante las cuales todo sentimiento de fuerza y de inmortalidad no es más que ilusión. Al mismo tiempo, la búsqueda de la salud puede ser tan solo una variante de la distracción pascaliana por la cual el hombre busca olvidar su verdadera condición.  Sin embargo, la constatación de nuestra finitud no siempre es suficiente, pues el culto del yo puede llegar a enquistarse: es así que en su bello film El paseante del campo de Marte  Robert Guediguian nos muestra al último Mitterand próximo a su fin disertando sobre «la enfermedad como una creación, como una obra de arte – la única de la que es capaz el individuo en su alienación…, una obra de arte al precio de la vida…, la enfermedad como último refugio de la individualidad reencontrada»[5].

Para pasar de la disertación sobre la experiencia a la aceptación sin tapujos de la experiencia en sí misma, hay sin duda que experimentar la enfermedad no solamente como un contratiempo molesto que nos es impuesto antes de volver a la acción, no solamente como una  fuente de sufrimiento, sino como la más profunda miseria a la que se llega cuando la enfermedad alcanza el estadio en el cual el individuo tiene motivos para dudar de la posibilidad de curarse.  Varios salmos describen admirablemente ese oscilar en la forma en la que el enfermo se relaciona con su enfermedad, el momento en el que comienza a preguntarse si saldrá de ella algún día  “¡Señor, cúrame,  porque yo tiemblo con todos mis huesos, con toda mi alma yo tiemblo!” (6, 3-4); “¡Rápido, respóndeme Señor; yo estoy al límite de mis fuerzas!” (142 [143], 7);  o también: «¡De la mañana a la noche terminas conmigo! Pido auxilio hasta la mañana, él quiebra todos mis huesos como un león; de la mañana a la noche terminas conmigo!…;¡me oprimen , Señor, sé tu mi fiador! (Cántico de Ezequías, Is 38,12…14).

De la experiencia de la enfermedad  a la conciencia de pecado.

Hemos de atender a que estos textos no se ocupan de hablar de la enfermedad sino que se refieren a ella presentándola a Dios. El desamparo del enfermo se transforma en oración, en llamado de auxilio, en vigorosa interpelación: de qué sirve a Dios reducirme a este estado próximo a la muerte donde le faltará mi alabanza: «Entonces te invoqué, Señor, e imploré tu bondad ¿Qué se ganará con mi muerte o que yo baje al sepulcro? ¿Acaso el polvo te alabará o proclamará tu fidelidad?” (29/30, 9-10); «¿Se proclama tu amor en el sepulcro o tu fidelidad en el reino de la muerte?» (87 [88], 12).

Surge de todo esto que » el hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Es delante de Dios que exterioriza su queja sobre su enfermedad y es a Él, el Dueño de la vida y de la muerte a quien implora su curación. La enfermedad se vuelve camino de conversión[6].  Ya sea el hombre creyente o no, la enfermedad no se contenta con atacarlo,  ella lo modifica: si se libra de ella no será el mismo que antes. Cuánto más vive su enfermedad en diálogo con Dios, constatará que ella lo transforma y que transforma su relación con él. Conectando al enfermo con el lugar que da en su vida a su Creador y Juez, la enfermedad se transforma en un lugar de revelacion.

Ésa  es la experiencia de Israel: como la esclavitud en Egipto, como la derrota de los ejércitos del rey, la enfermedad es uno de los lugares privilegiados donde Dios se da a conocer al mismo tiempo que da al hombre una gran lucidez sobre sí mismo y su condición.»Israel tiene la experiencia de que la enfermedad está de una manera misteriosa ligada al pecado y al mal, y que la fidelidad a Dios, según la ley, devuelve la vida: «Yo soy el Señor, el que te da la salud» (Exodo 15-26) «[7].

De la conciencia de pecado a la ofrenda eclesial.

La enfermedad, como la muerte, es «el salario del pecado» (Rom 6,23).  Por lo que no hay más nexo causal directo entre la santidad de un individuo y su buena salud, ni entre el pecado del mundo y la enfermedad que golpea a unos y perdona a otros. En consecuencia hay que admitir que así como la enfermedad participa del pecado sin derivarse de él mecánicamente («¿Es él que ha pecado o sus padres?…ni él ni sus padres, Jn 9,2-3), la curación es una gracia de Dios que atestigua que Él quiere para el hombre la vida,  pero no que necesariamente un beneficiario es más digno que otro. «Ni él ni sus padres han pecado, esto sucede para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,3).

Esta constatación abre la puerta a una forma radicalmente nueva de vivir la enfermedad: ella es el lugar paradojal de una entrada en la soledad y al mismo tiempo de una novedosa luz sobre la solidaridad con los hermanos humanos que son víctima de las consecuencias del pecado, sin ser sin embargo más pecadores que aquellos que resultan exceptuados. A partir de esto el justo  «vislumbra que el sufrimiento puede también tener un sentido redentor por los pecados de los otros»[8].  Precisemos: el sufrimiento ofrecido. Pero ofrecido ¿en qué sentido?  ¿Cómo lo negativo,  lo que disminuye la vida y la esperanza de sobrevivir, puede ser transformado por el que lo sufre en materia de donación?

Observemos que una de las paradojas de la enfermedad es la de otorgar al que la padece la posibilidad de mirar al mundo del lado correcto. Se siente muy fuertemente en Lourdes viendo a los enfermos situados en primer plano,  mientras que en todos lados se los relega al último, hay gran preocupación por esconder la enfermedad. ¿Lourdes es entonces el mundo al revés? A menos que a la inversa sea el mundo puesto al derecho: la enfermedad se vuelve epifanía de la verdadera condición humana a la que se acerca el Cristo Jesús que «ha tomado nuestras debilidades y se ha hecho cargo de nuestras enfermedades» (Mt 8, 17), como si quisiera llegar a dejar contaminarse por ellas. Viendo a los enfermos yo mismo tomo conciencia de que mi buena salud no es más que un engaño, un espejo del que me sirvo para tranquilizarme fácilmente y evitar mirar a mi semejante sufriente que me dice silenciosamente que estoy delante de Dios.

En Lourdes y en otros lugares donde la enfermedad no es negada ni disimulada, el enfermo no aparece más como un hombre potencialmente sano (en tal caso la enfermedad no sería más que un paréntesis en una condición humana en la que el estado normal sería la salud),  sino un hombre al que se le da, en su enfermedad, un status propio en el seno de la comunidad de la que es miembro. El enfermo ve que se le asigna en la Iglesia un lugar específico, que resulta ser el lugar más relevante.  También existe una profunda relación entre dar prioridad a la enfermedad y a los enfermos,  y honrar la cruz de Cristo «que ha hecho del mundo un crucificado por mí, y de mí un crucificado por el mundo» (Gál 6,14)  – «por mí», «por el mundo»  significando  “a los ojos de»,  pero puede ser más aun «en beneficio, en favor de».

 

Del buen uso de las enfermedades.

Estas consideraciones nos llevan a la  admirable oración de Pascal  Para pedir a Dios el buen uso de las  enfermedades. En este opúsculo la enfermedad aparece de entrada como un lugar de revelación, en tanto que ella anticipa la muerte y el juicio, es decir el momento en que brillará la verdad definitiva sobre las almas. De aquí que, ¿cómo el estado de enfermedad que posibilita la revelación no sería una gracia insigne, aquella en que Dios favorece al pecador para que se convierta mientras haya tiempo? “Has querido preservarme de ese día terrible, destruyendo en lo que a mí respecta todas las cosas (a las que me había apegado), dado el debilitamiento al que me has reducido”[9]. La encrucijada es, pues, sacar el mejor partido de esta anticipación misericordiosa: “Tú me envías ahora una especie de muerte para ejercer tu misericordia, antes de que me enviaras la muerte para ejercer vuestro juicio”[10].

Si el estado de enfermedad es efecto de la misericordia divina, entonces la paradoja puede desplegarse: “que vuestro flagelo me consuele; y que habiendo vivido en la amargura de mis pecados durante la paz, yo guste las dulzuras celestes de vuestra gracia durante los males saludables que me afligen”[11]. Pero algo parecido es imposible si no es al precio de una destitución de sí mismo, lo que por naturaleza es inalcanzable  para el pecador. Se necesita, pues, que pida la gracia, que la gracia sea la más fuerte, como invita la parábola del hombre fuerte y del más fuerte (Lc 11, 21-22), bien comprendida por Pascal haciendo figurar de un costado el hombre pecador, del otro Cristo mismo,  que acude al límite de sus resistencias y de sus falsas seguridades: “Abre mi corazón, Señor; entra en este recinto rebelde que han ocupado los vicios”[12].

De este modo, la enfermedad puede ayudar al hombre a salir del estado de contradicción interior donde él habitó tan largo tiempo mientras sopesaba el Dios que querría amar y el mundo del que no terminaba de desprenderse. Este es el desenlace de la paradoja: la enfermedad y el desamparo que ella engendra, es pórtico de una felicidad y una libertad auténticas: “Oh! qué felices son aquellos que con una entera libertad y una propensión invencible de su voluntad aman perfecta y libremente lo que están obligados a amar necesariamente”[13].

La enfermedad, este estado contra natura, restituye  de este modo la naturaleza a ella misma. El hombre está hecho para la salud, pero es necesario que enferme para que sea concedida a su alma la verdadera salud. “Porque, Señor, la más grave de sus enfermedades es esta insensibilidad, y esta extrema debilidad que le ha quitado todo sentimiento de sus propias miserias”[14]. Verdaderamente, para Pascal como para Pablo, “Cuando soy débil, soy fuerte” (2 Cor 12,10).

¿Significa esto decir que la salud no es un bien? No es ella la que está en cuestión, sino más bien  el hombre de buena salud: “Confieso que he estimado la salud un bien, no porque ella sea un medio fácil de servirte con utilidad…más bien porque contando con ella podía abandonarme sin moderación, en la abundancia de las delicias de la vida y gustar mejor los placeres funestos”[15]. Con alguna exageración, Pascal fuerza la paradoja hasta declarar que Dios sólo ama los cuerpos que sufren porque se asemejan al de su Hijo. Pero exagera demasiado para intentar expresar cabalmente la configuración a Cristo que es la meta de todo cristiano, hasta el punto de no saber qué es de El y qué de uno mismo, en una comunión finalmente conformada a sus misterios: “Entra en mi corazón y en mi alma, para llevar mis sufrimientos, y para continuar sufriendo en mí lo que falta a tu Pasión, que completes en tus miembros hasta la consumación perfecta de tu Cuerpo; a fin de que estando lleno de ti no sea yo quien viva y sufra, sino que seas Tú el que viva y sufra en mí, oh mi Salvador”[16] .

Este estadio final –y resulta otra paradoja tratándose de Pascal- es muy próximo a la famosa “indiferencia”  ignaciana. Cuando Pascal escribe: “No te pido ni salud ni enfermedad, ni vida ni muerte; pero que tú dispongas de mi salud y de mi enfermedad, de mi vida y de mi muerte, para vuestra gloria, para mi salud y para utilidad de la Iglesia”[17], estamos cerca de Principio y Fundamento: “Que no queramos más la salud que la enfermedad, la riqueza que la pobreza, una vida larga más bien que una corta…[pero] sólo aquello que nos conduzca más todavía al fin para el cual hemos sido creados”[18].

La enfermedad, sacramento de la ofrenda.

A la luz de lo que precede, podemos, quizás, entrever cómo es posible que la enfermedad sea objeto de un sacramento. He aquí la  transposición litúrgica de la paradoja mística que venimos de examinar siguiendo el movimiento de la oración de Pascal…Porque si reflexionamos en este punto, los sacramentos santifican las etapas de la vida, no lo que exime de la muerte, y su materia misma (agua, aceite, pan y vino) está ordenada a la vida y al alimento. El bautismo es el sacramento del nacimiento (aunque el signo del agua es ambiguo porque da la vida al precio de la muerte al hombre viejo), la eucaristía y la confirmación son sacramentos del crecimiento, el orden y el matrimonio sacramentos de la fecundidad y del servicio. No existe sacramento de la muerte: el ritual de los funerales se resume por entero en un recuerdo del bautismo. Tampoco hay sacramentos de la enfermedad: el sacramento de la penitencia no es otra cosa que el acto por el cual el perdón de Dios, sanándonos, nos hace volver a nuestro nacimiento en Él, es decir a nuestro bautismo. Y si existe un sacramento de los enfermos (más propiamente llamado sacramento “de la unción de los enfermos”), no es por cierto para declarar santa a la enfermedad, sino para permitir al enfermo vivirla de un modo sacramental, osaría decir: para celebrarla.

Celebrar la enfermedad: soy consciente de que esta expresión  puede resultar chocante. Sin embargo, el sacramento de la unción de los enfermos, imprimiendo un sello mesiánico sobre la persona que lo recibe[19], la habilita a devenir ministro de la celebración de la fuerza de Dios que actúa en la debilidad, y, así devenir signo e instrumento para todo el pueblo cristiano de esta verdad pascual esencial. No tenemos información sobre la manera en que Jesús vivió la enfermedad; pero sabemos bien cómo vivió la debilidad, la impotencia radical de la Cruz. Por consiguiente, no es por ninguno de sus actos de poder que hemos sido salvados, pero precisamente en y por su impotencia. Si es nuestro Gran Sacerdote, no lo es a pesar de su debilidad, sino en tanto que “envuelto en flaqueza” (perikeitaiastheneian) como dice la Carta a los Hebreos (5,2). No solamente no es “que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas” (4,15), sino que la flaqueza es la vestidura sacerdotal de la que se revistió para consumar su ofrenda. Siendo en su debilidad que El ha cambiado, victoriosamente, en invocación y perdón el lugar donde se agotan las fuerzas humanas, en desesperanza y en rechazo del perseguidor y del verdugo. Unido a Cristo el estado de enfermedad se transforma en gracia sacramental de participación en su flaqueza salvífica, haciendo pasar al hombre enfermo de los recursos de su naturaleza a la esperanza de la gloria en la resurrección bienaventurada[20].

Así como en el bautismo el duelo de uno solo con la muerte deviene victoria de la vida en beneficio de todos, en el sacramento de los enfermos el combate de uno solo contra la enfermedad y contra la muerte que ella prefigura, puede devenir para la multitud en  ofrenda de la Cruz donde, por el poder del Padre, el sacrificio de Cristo ha puesto en el mundo un hombre nuevo[21].

 

Vuelta a la infancia y vuelta a Dios.

Teológicamente considerada, la enfermedad es el lugar posible de un dar a luz decisivo. Pero la teología coincide aquí con nuestra experiencia más banal. Así es como Marie Noël, en sus Notas íntimas, considera la enfermedad y la vecindad de la muerte en su relación experiencial con la infancia: “El camino que el hombre desnudo tomó al venir al mundo y que sobrellevó de año en año hasta la mitad de la vida, de año en año, lo descenderá para volver desnudo a su punto de partida… Un día, todavía no había salido de su cuna, una mujer, cada tanto, lo tomaba para amamantarlo y cambiarle los pañales; un día, sin haber dejado su cama, una mujer, de vez en cuando, vendrá a limpiarlo y darle de beber…Un día, antes que todos estos días, salió de su padre como un pequeño grano de vida; un día, después de todos estos días, entrará en el Padre de los padres para ser engendrado de nuevo a la vida eterna”[22].  Pensamos en Bernanos  confesando que en la mitad de su vida poblada ya de tantos muertos, “el más muerto de los muertos” es el niño que él fue alguna vez, apresurándose a agregar: “Y sin embargo, llegada la hora, es él el que retomará su lugar a la cabeza de mi vida,  agrupará mis pobres años hasta el último, y como un joven jefe a sus veteranos, reuniendo la tropa en desorden, entrará el primero en la Casa del Padre”[23].

La “hora llegada” es tanto la hora de la enfermedad como la hora de la muerte, la hora en que uno se encuentra solo frente a sí mismo y a su Creador para hacer la verdad en sí mismo.  Hora de la mujer a punto de dar a luz y que se entristece por la cercanía de los dolores, pero que, un instante después olvidó su tristeza en la alegría de que un hombre ha nacido para el mundo[24]; Hora de Jesús, en la cual Él querría que el Padre lo salvara, pero, sobreponiéndose, acepta y acoge, porque es por ellaque ha venido, a fin de que en ella el Padre glorifique su Nombre[25].

Aquí, en Cristo, se juntan misteriosamente, para nuestra consolación y para nuestra esperanza, la ofrenda heroica del santo y la ofrenda muda del pecador[26], de cualquier representante vulnerable de las “clases medias de la salud” de las que hablaba Joseph Malègue y que el papa Francisco ha puesto en relieve. Bernanos también, próximo a su fin, ha expresado mejor que muchos en su diario esta coincidencia de nuestra voluntad profunda, más allá de todos sus hábitos y de todas sus cobardías, con la voluntad divina en vista de la última ofrenda: “Queremos todo lo que Él quiere, pero no sabemos que lo queremos, no nos conocemos, el pecado nos hace vivir en la superficie de nosotros mismos, no entramos dentro de nosotros más que para morir, y es allí donde Él nos espera”[27].

Conclusión.

Quisiera, en conclusión, dejar la palabra a ese gran testigo que fue Jean Marie Lustiger. Algunos años antes de vivir él mismo la ofrenda de su vida en la enfermedad que iba a llevárselo, se dirigía en estos términos a los enfermos:

“El término humano de una existencia es ver escaparse, por necesidad moral o física, todo lo que constituye la voluntad humana de posesión. Se puede estar desesperado e intentar olvidarlo. Se puede intentar ensayar remedios parciales, ocupaciones o distracciones. Se puede también considerar estas circunstancias inevitables como un signo de Dios para ofrecerse  uno mismo, voluntariamente, y comulgar así con el acto redentor de Jesucristo.

Los que aceptan así esta misión en la Iglesia, se convierten en contemplativos en el mundo y pueden decir con San Pablo: “Ahora me alegro por los padecimientos que sufro por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). El sacramento de la Unción o Sacramento de los enfermos abre a la gracia de responder a una tal vocación.

Los que aceptan de este modo que su vida sea transformada en un signo de la Cruz, pueden parecer  inútiles o locos a los ojos de los hombres, como los que son llamados a ser pobres, y castos por el Reino. “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1 Cor 1,27-28).

Pero la Iglesia debe acoger con reconocimiento y como una gracia, la ofrenda de vidas así ofrecidas “para la Gloria de Dios y la Salvación del Mundo”.

He aquí otra aproximación: recuerdan que en el Evangelio hay tres momentos de la vida de Cristo estrechamente unidos y en correlación: su Bautismo, la Transfiguración y su prueba en el huerto de los olivos. Estos tres momentos anticipan el misterio de su Muerte y Resurrección y prefiguran los sacramentos de la vida cristiana.

Si el bautismo del cristiano está fundado en el Bautismo de Cristo, la última unción lo hace participar en la prueba del huerto de los olivos, combate espiritual por el que Jesús consiente la ofrenda total de su vida.

Es normal que aquellos que están dispuestos a hacerlo se retiren a orar solos como Jesús lo hizo. Es normal también que su corazón desfallezca y que tengan necesidad del socorro de sus hermanos que los ayuden a velar y a rezar. Puede ser que sea normal, finalmente, que terminen por encontrarse solos y abandonados, de cara al misterio del ofrecimiento.” Os exhorto, pues hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1).

Resumen:

 

Como la muerte, la enfermedad es “el salario del pecado” (Rom 6, 23) y por lo mismo, no querida por Dios. Pero, atravesada por Cristo, como Él ha atravesado la muerte, la enfermedad puede transformarse en lugar sacramental de salud y cooperación al sacrificio pascual, por la Iglesia y por el mundo. Dentro de la densidad de la naturaleza corruptible, la enfermedad deviene gracia y figura de la gloria.

                                                           Traducción Gloria Wilson-Rae y Cristina Corti Maderna

[1]Blaise  PASCAL, Pensées, Lafuma 919.

[2]Traducción de Sor Juana de Arco, (Paris, Belles Lettres/ DDB, 1990).

[3]F.NIETZSCHE, Así hablaba Zarathustra, Prólogo, 5 (traducción de Geneviève BLANQUIS).

[4]Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC), 1500.

[5]El paseante del Campo de Marte, film de Robert GUEDIGUIAN con Michel Bouquet y Jalil Lespert, 2004, según el libro de Georges-Marc BENAMOU,  El último Mitterrand (Plon).

[6]CEC 1502.

[7]Cec 1502.

[8]Cec 1502.

[9]Oración Para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades, III.

[10]Oración, III.

[11]Oración, IV.

[12]Oración, IV.

[13]Oración, VI.

[14]Oración, VII.

[15]Oración, IX.

[16]Oración, XV.

[17]Oración, XV.

[18]Ejercicios espirituales, 23.

[19]El Catecismo (CEC 1521) no duda en hablar aquí de consagración: “Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza y el don de unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo: en cierta manera es consagrado para dar fruto por su configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, secuela del pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación en la obra salvífica  de Jesús”.

[20]“Hay tres grados en la obra de Dios en el hombre: el de la naturaleza, el de la gracia y el de la gloria…La gracia merecida por Jesucristo y ofrecida a los cristianos no destruye los sufrimientos de la naturaleza, pero los contrapesa por los dones consoladores del Espíritu Santo. Más allá de los tiempos, la gloria, es decir la vida eterna confiere a los santos la beatitud perfecta”. (Jean MESNARD, La enfermedad, ¿estado natural de los cristianos? en Communio II,3, mayo 1977, p.90)

[21] CEC 1522: “Los enfermos que reciben este sacramento, “uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo, contribuyen al bien del Pueblo de Dios” (LG11). Cuando celebra este sacramento, la Iglesia, en la comunión de los santos, intercede por el bien del enfermo. Y el enfermo, a su vez, por la gracia de este sacramento, contribuye a la santificación de la Iglesia y al bien de todos los hombres por los que la Iglesia sufre y se ofrece, por Cristo a Dios Padre”.

[22] Marie NOËL, Notes intimes, Paris, Stock 1966, p.214-216.

[23]Citado por Albert BEGUIN, Bernanos par lui même, Paris, Seuil1968, p.10.

[24]Cf. Juan 16,21.

[25]Cf. Juan 12, 27-28.

[26]“Su vieja idea de que el solo terreno de explotación correcta del fenómeno religioso era el alma de los Santos le parecía insuficiente. Las almas más modestas contaban también, las clase medias de la santidad” (Agustín o el Maestro está allí, Paris, Spes 1933, “Los más felices días”, p.409)

[27]Nota del 24 de Enero 1948 (o sea menos de 6 meses antes de su muerte), citado por Albert BEGUIN, Bernanos par lui même, p.11.

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