2013 MarzoIglesiaLa Iglesia católica

“CREO… en la santa Iglesia católica”

 Por Fr. Jorge A. Scampini

Los dos símbolos que la liturgia romana ha conservado como profesión de la fe eclesial –el Símbolo de los Apóstoles y el Símbolo Niceno-constantinopolitano-, afirman que la Iglesia es ‘católica’[1]. Una afirmación que no aparece en el texto bíblico. Los testimonios más antiguos relativos a esa afirmación nos remiten a los Padres apostólicos en el siglo II. El primero de ellos corresponde a Ignacio de Antioquía (†110) quien, en su carta a los cristianos de Esmirna, afirmaba: “Donde está el obispo está también la asamblea de los fieles, igual que la Iglesia católica está donde se encuentra Cristo Jesús”[2].

El segundo testimonio pertenece al Martirio de Policarpo (160): “Una vez que, finalmente, terminó su oración [Policarpo], después que hubo hecho en ella memoria de cuantos en su vida habían tenido trato con él –pequeños y grandes, ilustres y humildes- y señaladamente de toda la iglesia católica esparcida por todo el mundo…”[3]. En el primer caso, es difícil saber lo que el autor quiso expresar con el adjetivo ‘católica’: ¿aludía Ignacio a la Iglesia universal o a la Iglesia verdadera? La tendencia es pensar que se trataba de lo segundo, manifestando una comprensión más cualitativa que cuantitativa de la Iglesia, en un tiempo en que ésta era una realidad perceptible y vivible en los límites de la comunidad local reunida en torno a su obispo y donde, como signo de unidad, se celebraba una sola Eucaristía. El testimonio del Martirio de Policarpo, en cambio, parece inclinarse por la afirmación de una Iglesia universal, aunque en el mismo relato, en otro lugar[4], aparece la expresión en un contexto que sugiere que se trata de un aspecto cualitativo de la Iglesia.

Si esos primeros autores cristianos innovaban respecto al vocabulario bíblico, señalando un rasgo de la Iglesia que el Nuevo Testamento parece no haber recogido, al menos con el mismo término, ellos innovaban también en el uso de la lengua griega. En efecto, en el griego clásico el adjetivo katholikos se usaba raramente, y cuando se lo hacía era sólo en ambientes cultivados. Más corriente era el uso de la forma adverbial kath’holou (‘según la totalidad’). Con ella los filósofos griegos buscaban expresar la plenitud de algo, en un sentido más bien abstracto, en oposición a la verdad o belleza presente en las cosas concretas, o en oposición a lo particular, lo individual, lo parcial. Por lo tanto, fue un aporte de la literatura cristiana del siglo II asumir la forma adjetivada de la palabra y aplicarla a la Iglesia. Esta innovación lingüística es un signo de que la cultura clásica no había conocido nada semejante a lo que la Iglesia está llamada a ser de acuerdo a su naturaleza y misión.

El paso de la simple alusión a la catolicidad de la Iglesia a una reflexión sobre su significado parece haber llegado a un punto de madurez en Cirilo de Jerusalén († 386) quien, en una de sus Catequesis, sostiene: “La Iglesia es católica porque está extendida por todo el mundo, enseña en plenitud todas las doctrinas que es menester conocer; somete a todos los hombres a la obediencia religiosa; es un remedio universal para el pecado y posee todo tipo de virtudes”[5]. Es muy probable que del símbolo bautismal de Jerusalén la afirmación haya pasado al Símbolo de Nicea y Constantinopla, a fines del siglo IV o comienzos del V, ya que la versión definitiva de ese símbolo fue recibida por el Concilio de Calcedonia (451).

Como se puede percibir, el adjetivo ‘católico’ encierra una diversidad de sentidos, que difícilmente se pueden reducir a un único rasgo de la Iglesia. Sin embargo, entre esos sentidos hay dos que se fueron afirmando de manera preponderante: la universalidad, en el sentido de extensión geográfica y antropológica; y la ortodoxia, en el sentido de plenitud en la verdad y de los elementos constitutivos de la Iglesia. Un ejemplo claro de esto se encuentra en Agustín, donde el vocablo catholica aparece 240 veces. En su controversia con los donatistas, el Doctor de Hipona acusa a los donatistas de no ser universales, de allí su carácter sectario y particularista, reduciéndose a una sola región. La Iglesia, en cambio, es ‘católica’ “porque es universaliter perfecta, porque no se ha degradado en nada y porque está difundida por toda la tierra”[6], lo que es un signo de su fecundidad. De acuerdo a la visión de Agustín, parece claro que la extensión geográfica tiene valor en la medida en que responde a la difusión de toda la verdad salvífica a todos los pueblos. Podríamos decir que la catolicidad incluye, en cierto modo, la referencia simbólica a la Iglesia de Pentecostés y, desde esta referencia, implica la comunión de iglesias que heredó el aliento de Pentecostés. La Iglesia ‘católica’ es, pues, la Iglesia que habla todas las lenguas y que mantiene la comunión estando en todas las naciones.

Los caminos diversos que han seguido las iglesias de Oriente y de Occidente en el segundo milenio contribuyeron a que la Iglesia latina conociera desarrollos propios. Así, en el Medioevo, se comienza a tener las bases más profundas para una teología de la catolicidad. La Iglesia, concebida ante todo como congregación de fieles, se comienza a percibir cada vez más de modo universal. Tomás de Aquino presenta una teología en sentido propio de la catolicidad. El fundamento de la misma, según Tomás, se encuentra en la teología de la gracia de Cristo como cabeza de la Iglesia y en el reconocimiento de que todos, al menos potencialmente, son uno en él y bajo él[7]. La Iglesia es además universal y esto en tres sentidos: a diferencia de los donatistas se encuentra en todos los lugares y tiene tres partes: en la tierra, en el cielo y en el purgatorio; incluye a personas de todas las clases; se extiende temporalmente desde Abel hasta la consumación de los tiempos[8]. Por último, es ‘católica’ porque, aparte de los herejes, la única fe creíble por toda la Iglesia es católica y se manifiesta en preceptos universales y en un culto que se celebra por todo el mundo[9].

Este breve camino a través de algunos testimonios significativos de los Padres y de un maestro escolástico nos ayudan a descubrir que si el término ‘católico’ no se encuentra en la Sagrada Escritura, sí están presentes en ella los dos significados básicos que éste ha asumido: la misión universal (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15; Hech 1, 8); y el hecho de haber guardado la tradición recibida (cf. 1 Co 15, 3; Ga 1, 6-8; 1ª Tim 3, 15), reconociendo en Cristo el plêroma, la plenitud de la gracia divina y el centro del universo (Ef. 1, 23; 3, 19).

Para una recta comprensión de lo que es la Iglesia y, en consecuencia, de cuál es su misión, es de vital importancia conservar la riqueza de aspectos presentes en la noción de catolicidad[10]. Eso no quiere decir que siempre y en todas partes todos esos aspectos se hayan mantenido unidos al momento de utilizar el término. En efecto, como resultado de las divisiones entre cristianos, que han favorecido polarizaciones o acercamientos parciales, las iglesias y comunidades eclesiales han puesto el acento en algún aspecto descuidando otros. Así, en el ámbito de la Iglesia Católica, si el adjetivo ‘católica’ nunca dejó de incluir los aspectos de universalidad, plenitud, integridad y recta doctrina, sin embargo, a partir del siglo XI, como consecuencia del cisma con Oriente, se fue afirmando la tendencia de identificar Iglesia latina y Ecclesia catholica; y, a partir del siglo XVI, en el mapa de una cristiandad occidental fragmentada en distintas confesiones, ‘católico’ pasó a ser un rasgo confesional distintivo de la iglesia de Roma en un acercamiento apologético. En el ámbito de las iglesias ortodoxas, en cambio, se priorizó la catolicidad entendida como una cualidad de la Iglesia que ha conservado la ‘recta doctrina’, identificada ésta con la enseñanza expresada en los siete primeros concilios ecuménicos. El riesgo ha sido una comprensión de la Iglesia vuelta hacia un pasado que se ha intentado conservar inalterado más que una Iglesia llamada a tender hacia una plenitud, trascendiendo fronteras étnicas, y convocada a comunicar la gracia del Evangelio en cada época.

En tiempos de la Reforma del siglo XVI, si bien los Reformados no rechazaron los símbolos de la fe, el aspecto de la catolicidad no fue especialmente desarrollado. Más tarde, el término ‘católica’ fue excluido del lenguaje confesional por considerarlo un rasgo identitario de la iglesia romana, prefiriendo los adjetivos ‘cristiana’ o ‘universal’ al momento de traducir el símbolo a las lenguas modernas. Además, la dialéctica propia de la teología protestante, con su neta distinción entre iglesia visible e iglesia espiritual, y el modelo establecido de iglesias nacionales, contribuyeron a que la universalidad no se considerara realizada en ninguna iglesia confesional.

Felizmente, ninguna de las tradiciones cristianas se encuentra hoy fijada en la visión de catolicidad que sostenía hace un siglo. El intercambio ecuménico no ha sido ajeno a ese desarrollo. La Iglesia Católica ha hecho una relectura de su propia eclesiología en el Concilio Vaticano II, movida, entre otras razones, por el propósito de promover la unidad de los cristianos. Por su parte, las iglesias ortodoxas han comenzado a repensar su eclesiología desde un acercamiento eucarístico, redescubriendo la ‘catolicidad’ como ‘plenitud’ e ‘integridad’ de la Iglesia, realizada en cada iglesia local cuando celebra la Eucaristía. Por último, las iglesias protestantes conocieron a fines del siglo XIX e inicios del XX los movimientos de High Church, y el intento de sentar las bases de una ‘catolicidad evangélica’. Más tarde, recibirán el aporte de teólogos que han visto cómo la catolicidad es un atributo esencial de la Iglesia de Cristo y que, por lo tanto, no es ajeno a las iglesias de la Reforma.

Si nos centramos ahora en la enseñanza de la Iglesia Católica, debemos recordar que el Concilio Vaticano II al hablar de la catolicidad de la Iglesia asume los tres aspectos antes señalados –universalidad, autenticidad y la catolicidad en sentido cualitativo-, y lo hace en el marco de una comprensión mistérica de la Iglesia, Al mismo tiempo, la Iglesia es una comunidad en camino hacia su consumación escatológica; pueblo de Dios en peregrinación entre el ‘aquí’ y el ‘todavía no’. El texto de referencia se encuentra en capítulo II –El Pueblo de Dios- de la constitución Lumen gentium (§13).

Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch 2,42 gr.).

Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos». Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn18,36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2,8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 71 [72], 10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu.

En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10).

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación.

De acuerdo a ese texto, leído en el contexto de toda la constitución, la catolicidad tiene su fuente en la Trinidad; reúne la universalidad de razas, naciones y culturas; se realiza como unidad en la diversidad, tanto de los miembros de la Iglesia local, de acuerdo a las respectivas vocaciones y ministerios, como de las iglesias locales de cara a la Iglesia en su conjunto; siendo algo que abarca a toda la humanidad.

Pero esa catolicidad no es algo acabado, sino que se vive en la tensión del don ya dado y de una consumación esperada. Como lo recuerda el decreto sobre el ecumenismo, la división de los cristianos “impide que la Iglesia realice la plenitud de la catolicidad que le es propia”[11]. Por eso, misión e impulso misionero se vinculan profundamente con una catolicidad que busca su plena realización. Si la misión es un fenómeno escatológico gracias al cual la Iglesia asume el patrimonio cultural de los pueblos, lo purifica y lo enriquece, enriqueciéndose de este modo también a sí misma y alcanzando la plenitud de su catolicidad[12], el movimiento ecuménico se percibe como un intercambio de dones entre las iglesias separadas[13], que lleva a un enriquecimiento recíproco[14].

Si la catolicidad, como la unidad, la santidad y la apostolicidad, es una propiedad de la Iglesia, ella expresa un rasgo de su naturaleza más profunda. Ahora bien, si el misterio de la Iglesia sólo encuentra su explicación última en el misterio de Dios, porque ella es un momento esencial en la economía de la salvación divina, la catolicidad hunde sus raíces entonces en el mismo misterio trinitario que, a través de las misiones del Hijo y del Espíritu, pretende ofrecer la plenitud de la comunión divina al conjunto de la realidad creada, tanto humana como cósmica, respetándola en sus peculiaridades y diferencias. Es la razón por la cual la plenitud del don ofrecido y la amplitud de la invitación son constitutivos de la catolicidad, según lo expresa de manera sintética 1ª Tim 2, 4-5.

En la encarnación del Hijo, en el misterio de Jesucristo, se concretiza en la historia el designio del Padre en toda su profundidad y anchura; en él se hace presente en el mundo la plenitud donada por Dios. Él es el alfa y la omega (Ap 1, 8; 22, 13); el primero y el último (Ap 1, 18; 21, 6); el que era y el que viene (Ap 1, 4.8; 4, 8). Él es el punto de referencia de la Iglesia en el despliegue del plêroma. Él ha hecho posible la comunicación insuperable del Espíritu, que es a su vez el que va haciendo que cada uno se apropie las riquezas de Cristo, consiguiendo de este modo que todos y cada uno aporten su riqueza a la plenitud de la unidad multiforme.

En el espacio escatológico abierto por las misiones del Hijo y del Espíritu la Iglesia es ilimitadamente ‘católica’ porque, en cuanto representante y mediadora de la plenitud del misterio divino, la ofrece a todos los hombres. Pero al mismo tiempo, por vivir su condición histórica, es deficitariamente ‘católica’: experimenta misteriosamente la distancia y la negativa de Israel que no reconoce su consumación en Cristo; padece las marcas y heridas que en ella dejan sus pecados e infidelidades, sus cismas y herejías; constata la variedad de caminos por los que avanzan los hombres alejándose en sus obras y proyectos del designio salvífico de Dios. En esto que aún falta por conseguir, en las resistencias de la historia, se mueve la tensión de la catolicidad, la exigencia y la urgencia de su tarea y de su misión en este mundo.

Este número de Communio coincide cronológicamente con el fin de un pontificado y el inicio de otro. Como expresión de homenaje a Benedicto XVI, podemos recordar que el tema que nos ocupa en este número de la revista fue el tema central de la homilía que el Papa Ratzinger pronunció en el consistorio del sábado 24 de noviembre de 2012, al crear sus últimos seis cardenales. En esa ocasión el Santo Padre recordaba que:

“(…) la Iglesia es católica porque Cristo abraza en su misión de salvación a toda la humanidad. Aunque la misión de Jesús en su vida terrena se limitaba al pueblo judío, «a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24), sin embargo desde el inicio estaba orientada a llevar a todos los pueblos la luz del Evangelio y a hacer entrar a todas las naciones en el Reino de Dios. (…) Jesús no envía su Iglesia a un grupo, sino a la totalidad del género humano para reunirlo, en la fe, en un único pueblo con el fin de salvarlo, como lo expresa bien el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen gentium 13 (…) Así, pues, la universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia está orientada kat’holon, abraza todo el universo. Los Apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna (cf. Hch2,7-8). A partir de aquel día, la Iglesia, con la «fuerza del Espíritu Santo», según la promesa de Jesús, anuncia al Señor muerto y resucitado «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Por tanto, la misión universal de la Iglesia no sube desde abajo, sino que desciende de lo alto, del Espíritu Santo, y está orientada desde el primer instante a expresarse en toda cultura para formar así el único Pueblo de Dios. No es tanto una comunidad local que crece y se expande lentamente, sino que es como levadura destinada a lo universal, a la totalidad, y que lleva en sí misma la universalidad.

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15); «haced discípulos de todos los pueblos», dice el Señor (Mt 28,19). Con estas palabras, Jesús envía a los Apóstoles a todas las criaturas, para que llegue por doquier la acción salvífica de Dios. Pero si nos fijamos en el momento de la ascensión de Jesús al cielo, según se relata en los Hechos de los Apóstoles, observamos que los discípulos siguen encerrados en su visión, piensan en la restauración de un nuevo reino davídico, y preguntan al Señor: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hch 1,6). Y ¿cómo responde Jesús? Responde abriendo sus horizontes y dejándoles la promesa y un cometido: promete que serán colmados de la fuerza del Espíritu Santo y les confiere el encargo de dar testimonio de él en el mundo, superando los confines culturales y religiosos en los que estaban acostumbrados a pensar y vivir, para abrirse al reino universal de Dios. Y en los comienzos del camino de la Iglesia, los Apóstoles y los discípulos se ponen en marcha sin ninguna seguridad humana, sino con la sola fuerza del Espíritu Santo, del Evangelio y de la fe. Es el fermento que se esparce por mundo, entra en las diversas coyunturas y en los múltiples contextos culturales y sociales, pero que sigue siendo una única Iglesia. En torno a los Apóstoles florecen las comunidades cristianas, pero éstas son «la» Iglesia, que tanto en Jerusalén como en Antioquía o Roma, es siempre la misma, una y universal. Y cuando los Apóstoles hablan de la Iglesia, no se refieren a su propia comunidad: hablan de la Iglesia de Cristo, e insisten en esta identidad única, universal y total de la Catholica, que se realiza en cada Iglesia local. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica; refleja en sí misma la fuente de su vida y de su camino: la unidad y la comunión de la Trinidad.

 

La realización de la plena catolicidad será siempre un aspecto a ser atendido por quien ejerza el ministerio petrino y por quienes colaboren más estrechamente con él. Pero no sólo. Es tarea de todos en la Iglesia. Por eso, el propósito de las contribuciones contenidas en este número de Communio es ayudarnos a redescubrir en profundidad y anchura el misterio de la Iglesia, su catolicidad, y redescubierto, liberados de todo temor o tentación de repliegue, hacerlo presente en todos aquellos espacios geográficos, sociales y culturales ordenados a encontrar su plena realización en Jesucristo.


[1] En este texto cada vez que la palabra ‘católica’ aparece entre comillas busca expresar la propiedad o atributo que reconoce el Símbolo de la fe. Cuando aparece en mayúsculas, sin comillas –Católica- se refiere a la Iglesia que vive en comunión con la sede de Roma.

[2] Cf. Ad Smyr. 8, 2.

[3] Cf. Martirio de Policarpo 8, 1.

[4] En efecto, el  relato se refiere una vez a la Iglesia católica de Esmirna; cf. ibid. 14, 1.

[5] Cf. Catechesis 18, 23.

[6] Cf. De Gen ad litteram 1.

[7] Cf.  IV Sent. d. 13, q. 12, sol. 1; STh III, q. 8, a. 3.

[8] Cf. In Symb. Apost. 9.

[9] Cf.  In Eph. 4, lect. 2; In Boeth de Trinitate 2, q. 3, a. 3.

[10] Cf. Y. Congar, “Propiedades esenciales de la Iglesia”, en J. Feiner / M. Löhrer (dir.), Mysterium salutis, IV/1, Madrid, Cristiandad, 1972, 492-500.

[11] UR 4.

[12] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes 1 y 9.

[13] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint 28 y 57.

[14] Cf. UR 4.

Leave a Reply